Columna

El 'baculazo'

Hoy es Domingo de Resurrección y sobre la mesa de la parroquia de San Carlos Borromeo, en esa Entrevías muy dejada de la mano de Dios, sus vecinos esperan las rosquillas y el vino que Javier Baeza, Pepe Díaz y Enrique de Castro utilizan en la eucaristía para ser santificados como cada semana y convertidos en cuerpo y sangre de Cristo. Por allí pasarán los de siempre y ahora algunos más gracias a la propaganda que les han hecho estos días las altas jerarquías.

Los nuevos querrán participar en ese culto insólito, donde se da voz a los desheredados; donde, según dicen quienes han asistido,...

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Hoy es Domingo de Resurrección y sobre la mesa de la parroquia de San Carlos Borromeo, en esa Entrevías muy dejada de la mano de Dios, sus vecinos esperan las rosquillas y el vino que Javier Baeza, Pepe Díaz y Enrique de Castro utilizan en la eucaristía para ser santificados como cada semana y convertidos en cuerpo y sangre de Cristo. Por allí pasarán los de siempre y ahora algunos más gracias a la propaganda que les han hecho estos días las altas jerarquías.

Los nuevos querrán participar en ese culto insólito, donde se da voz a los desheredados; donde, según dicen quienes han asistido, la misa no es un mero rito de trámite en el que impartir doctrina embalsamada y ajena a los corazones de quienes la necesiten, sino un ejercicio de libertad y participación vivo, en el que la reflexión no es un burdo requerimiento de rebaño y sí una valiosa ceremonia de encuentro donde se juntan desgracias compartidas.

En las misteriosas escalas del agravio todavía es pronto para medir qué es lo que más habrá sacado de quicio al arzobispado de Madrid de estos tres curas rojos. Puede que se trate de ese empeño en dejar las puertas siempre abiertas por si algún drogadicto con monazo, algún ex presidiario sin oficio ni beneficio o cualquier inmigrante necesita atención, consuelo, comida, cama... En fin, uno de esos primeros auxilios que tan bien indicados aparecen en los Evangelios.

También a los integristas del alzacuellos ha debido picarles ese atuendo de pana, vaquero, cazadora y camisas a cuadros que lucen los tres sin darse ínfulas y ajenos a la nueva corriente impuesta en el Vaticano por el secretario del Papa, ese top model del sectarismo Santo Oficio del que tanto entiende Ratzinger y que estas semanas de Cuaresma también ha hecho arder en sus hogueras a otra víctima: el gran Jon Sobrino.

Están que se salen. A lo mejor, entre los rojos de Entrevías, lo que ha hecho colmar el cáliz es esa obsesión por la liturgia participativa, o esa Escuela de la Marginación que se ha convertido en un referente en la lucha contra la injusticia en España. En fin, puede que haya sido su propio éxito, qué paradoja, el respeto que despiertan en todo el barrio, los apoyos incondicionales de todos aquellos a los que han ayudado y que los veneran como auténticos héroes y no tanto santos, que con los últimos fichajes que han hecho en el reino de los cielos -véase Escrivá de Balaguer y compañía- el título ha quedado a estas alturas un tanto desprestigiado.

El caso es que, como muy bien dice Javier Baeza, los del arzobispado la han emprendido a baculazo limpio con estos pobres curas y la cosa tiene miga. Aunque uno no pertenece al club del catolicismo tiene elementos de juicio para comparar. La labor de los tres curas rojos habla por sí misma. Es ejemplar. La del arzobispado y la de toda la jerarquía en cambio no se entiende. Les suspenden en cuestiones de liturgia y catequesis. Ahí les confieso que me pierdo. Más cuando es Rouco Varela quien dicta sentencia.

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Dos veces he tenido que sufrir la experiencia de escucharle en vivo. La primera en la Universidad Menéndez y Pelayo de Santander. Fue un año en el que un curso de teología se disputaba el título de mayor asistencia contra otro sobre Nietzsche que impartía otro rojo eminente: Emilio Lledó. Ganó la luz frente a las tinieblas. Ni que decir tiene que el sabio profesor arrasó y no costaba mucho entender porqué. Menos cuando escuchabas a Rouco divagar sobre la Santísima Trinidad como dogma de fe. Aquello sí que tenía nombre: delirio. Otra, que ya me desconcertó más, fue el funeral que ofició por las víctimas del 11-M en la Almudena. La gelidez, la falta de empatía con los que allí se deshacían en un mar de lágrimas fue tan clamorosa que resultaba patético escuchar aquellas promesas de vida eterna y de consuelo para los que aquí quedaban envueltas en jeroglíficos teológicos desprovistos de la más mínima cercanía emocional.

Al comparar los dos caminos que tanto los curas rojos y la jerarquía encauzan para defender su fe, me pregunto quién echa a la gente de las iglesias. Si es Rouco el que vigila la doctrina y la liturgia, los católicos madrileños van aviaos. Ahí tienen un problema. A monseñor le interesa más hacerse fotos en manifestaciones con los líderes del PP que llenar las iglesias o que le vean con un pobre. Si no, ¿a qué ese empeño en poner en solfa a una parroquia que mantiene un auténtico pulso con la calle, que arrima el hombro al dolor, que habla con pasmosa fluidez el lenguaje de los desheredados?

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