Columna

La mirada del extranjero

"Sí" y "no", dijo mi interlocutor respondiendo a mi pregunta. La pregunta que le había hecho era si se quedaría a vivir aquí, en caso de que pudiera; y el interlocutor era un profesor de antropología neoyorquino que había pasado un año en Barcelona invitado por una universidad. Era un extranjero sólo hasta cierto punto, pues sus padres eran republicanos catalanes que se habían exiliado en México en 1939. Un semiextranjero más bien. Para preservar su identidad lo llamaremos así: profesor semiextranjero (S.E.).

Pese a ser hijo de exiliados catalanes el profesor S.E. nunca había estado con...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

"Sí" y "no", dijo mi interlocutor respondiendo a mi pregunta. La pregunta que le había hecho era si se quedaría a vivir aquí, en caso de que pudiera; y el interlocutor era un profesor de antropología neoyorquino que había pasado un año en Barcelona invitado por una universidad. Era un extranjero sólo hasta cierto punto, pues sus padres eran republicanos catalanes que se habían exiliado en México en 1939. Un semiextranjero más bien. Para preservar su identidad lo llamaremos así: profesor semiextranjero (S.E.).

Pese a ser hijo de exiliados catalanes el profesor S.E. nunca había estado con anterioridad en Cataluña. Su familia, acomodada e ilustrada, se había trasladado a California, donde su padre era también profesor universitario, y después a Nueva York, ciudad en la que mi interlocutor nació hace seis décadas. Hizo vida de ciudadano norteamericano y su especialidad académica le llevó con mucha mayor asiduidad a los Mares del Sur que al Mediterráneo.

Con todo, conservó vivos muchos recuerdos y tradiciones vinculados a la tierra de origen de su familia. De niño en su casa se celebraban todas las festividades de aquí y cuando se hizo adulto e independiente conservó siempre una enorme simpatía por un país que desconocía, pero que consideraba propio. Le gustaba situarse entre dos mundos. Y de hecho hablaba español con acento mexicano y catalán con acento inglés.

Por fin surgió en su camino la oportunidad que antes o después tenía que brindarle el azar, y la invitación de una universidad le puso en camino. Claro que el profesor S.E. hubiera podido venir mucho antes hacia la ciudad en la que todavía le quedaban algunos restos familiares, pero no le gustaba la idea de llegar como turista y esperaba el aliciente de un trabajo que le permitiera conocer ese país semisuyo por dentro. Finalmente, reunidas las condiciones que se había marcado, pasó un año entero en él.

Transcurrido este año contestó con este ambivalente "sí" y "no" a mi pregunta sobre su deseo de permanecer entre nosotros. Le pedí que fuera un poco más explícito y entonces, sistemático como era, me dio toda una serie de argumentos a favor y en contra que, en parte, y a la inversa, se podían tomar como argumentos en contra y a favor de su vida neoyorquina.

He de decir, sin embargo, que el platillo de la balanza con las pesas positivas era un poco decepcionante. El profesor S.E. se mostraba satisfecho de haber pasado un año en la ciudad de sus padres aunque opinaba que éstos, de vivir, apenas la reconocerían, no tanto por los inevitables cambios físicos, sino por el talante de sus ciudadanos. Al afirmar esto no olvidaba, naturalmente, que la nostalgia del exiliado deforma a menudo la realidad del mundo perdido.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Junto con esta satisfacción semipatriótica y un poco desconcertada nuestro hombre aludió a la llamada calidad de vida, y citó el clima, las playas, los restaurantes, la arquitectura modernista y todo eso a lo que los periódicos aluden cuando se refieren a nuestra célebre calidad de vida. Como él mismo hablaba sin demasiado entusiasmo le dije amigablemente que para llegar a esta conclusión hubiera podido venir como turista sin esperar a que una oferta de trabajo le facilitara adentrarse en nuestra vida cotidiana. Como buen antropólogo el profesor S.E. reconoció de inmediato que tenía razón y que había hablado tal un turista que permanece en la ciudad tres días, y no, como él había hecho, un año.

Le pedí que pusiera las pesas negativas en el otro platillo. Al principio el profesor S.E. se mostró reticente, sea por timidez, sea por temor a mostrarse desagradecido con las gentes de su semitierra. Para tirarle de la lengua le propuse que resumiera en una palabra el peor vicio que se había encontrado aquí o, al menos, el más inesperado en relación con las ideas que se había formado. La respuesta fue fulminante, concluyente: resentimiento.

Resentimiento, esa era la palabra. Pensé para mis adentros que no estaba mal como síntesis de alguien que había aplazado tantos años el regreso a la tierra de los padres. Tras pronunciar aquella palabra, y como si el dique se hubiera roto, el caudal de argumentos fluyó con fuerza si bien, pues no era ningún energúmeno, con calma y bastantes dosis de ironía. "Me he pasado el año", me explicó, "oyendo que en América había demasiada competitividad, lo cual es cierto, pero cuando indicaba que allí había un reconocimiento del mérito que aquí tal vez no se da me miraban como si fuera un bicho raro".

Debo añadir que el profesor S.E. es un notable crítico de la sociedad norteamericana y se pone muy nervioso ante sus valores. No obstante, con respecto al resentimiento no sólo está seguro de que aquí es mucho mayor que allá, sino que, al mismo tiempo, está convencido de que la centralidad de esta actitud en nuestra vida privada y pública es la principal causa de su decepción, al comparar lo que ha visto con la imagen que amorosamente sus padres le inculcaron. Como antropólogo no tiene duda: una comunidad que castra continuamente el reconocimiento del mérito y, en consecuencia, cede ante la epidemia del resentimiento está abocada al fracaso.

Con humor, que nunca pierde, mi interlocutor defendió que una cultura está basada en el resentimiento si en sus usos lingüísticos se dan determinados giros. Los resumió en tres. Primero: alguien se interesa en cómo estás y tú, en lugar de decir "bien" o "mal", respondes "voy tirando". Segundo: tienes que felicitar a alguien y tú, en lugar de confesarle "me ha gustado mucho", le confiesas "me ha gustado bastante", cambiando "mucho" por "bastante" para que no esté demasiado contento. Tercero: tienes que reconocer el mérito de alguien que ha trabajado esforzadamente en algo y tú, en lugar de alabar su trabajo o su talento, o ambas cosas, exclamas "¡qué suerte has tenido!" para que todos, empezando por él mismo, sepan que su obra es un producto de las circunstancias o la casualidad.

Y efectivamente ¿no es así como se habla aquí?

Archivado En