Columna

Música callada del silencio

El silencio hizo sus maletas y huyó de Madrid hace años. Aquí hay pocas posibilidades de sosiego. Además de su algarabía secular, esta ciudad no tiene más remedio que asumir el estruendo del resto del Estado. Somos la capital del barullo nacional, un guirigay, una barbaridad acústica, el lugar patrio donde más se soportan sonidos no deseados.

Esto provoca crispación y frenesí. Incluso braman los leones de las Cortes, que son bastante pasotas. Nuestras calles más céntricas están hasta el moño de tanto alarido, tanto pataleo. El asfalto no es tonto; sabe perfectamente que lo importante no...

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El silencio hizo sus maletas y huyó de Madrid hace años. Aquí hay pocas posibilidades de sosiego. Además de su algarabía secular, esta ciudad no tiene más remedio que asumir el estruendo del resto del Estado. Somos la capital del barullo nacional, un guirigay, una barbaridad acústica, el lugar patrio donde más se soportan sonidos no deseados.

Esto provoca crispación y frenesí. Incluso braman los leones de las Cortes, que son bastante pasotas. Nuestras calles más céntricas están hasta el moño de tanto alarido, tanto pataleo. El asfalto no es tonto; sabe perfectamente que lo importante no es lo que se dice sino lo que se calla. Esto mosquea. Estamos cansados de tanta bronca. Déjennos ustedes en paz para meditar en lo único importante: quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos, con quién ceno esta noche, y cosas de similar estilo.

Hay otro factor que colabora eficazmente a la implantación del ruido permanente en nuestras vidas. A veces entras a una cafetería huyendo del barullo callejero y te encuentras con otro tormento sonoro más insultante: el teléfono móvil, uno de los artilugios más necesarios y asilvestrados de nuestros días. Hay tres clientes y el camarero, los cuatro hablando por el móvil. Parecen una legión. Hay gente que no ha aprendido a hablar por teléfono y se comunican a gritos, como los godos. Otros son horteras, directamente, y pretenden que todo el mundo se entere en el bar de sus hazañas y su estupidez. Hay tabernas que parecen locutorios telefónicos. Las autoridades han sido rigurosas con el tabaco, pero quizá sea más inquietante la contaminación acústica: si alguien quiere hablar por el móvil, que salga a la calle. De lo contrario nos van a volver tarumbas.

Madrid ha olvidado el silencio elemental. Aquí hay mucho ruido y pocas nueces. Estas cosas se acaban pagando. Si no practicamos un silencio razonable, el turismo sosegado acabará por orillarnos en sus rutas. En Madrid no es difícil entrar porque tiene muchas puertas y la gente es receptiva.

Eso es cierto, pero también es verdad lo que dijo José Bergamín: "De casi todos los sitios en que se entra fácilmente por la puerta, se suele salir por la ventana".

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