Columna

No tienen razón quienes atacan la nueva Ley del Cine

Con maldad e ignorancia se vierten a diario opiniones sobre el anteproyecto del Gobierno para una nueva Ley del Cine, o Audiovisual, como preferimos llamarla los productores. No tanto se opina sobre su articulado y contenido, sino que, en muchos casos, sin dar muestras de haber leído el borrador, se ataca a la ministra de Cultura y a los productores independientes, teóricos favorecidos, presionando al Gobierno para que paralice el proyecto en defensa de intereses mercantiles. Conviene recordar a los diferentes sectores que trabajan para el cine que somos los productores la columna vertebral de...

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Con maldad e ignorancia se vierten a diario opiniones sobre el anteproyecto del Gobierno para una nueva Ley del Cine, o Audiovisual, como preferimos llamarla los productores. No tanto se opina sobre su articulado y contenido, sino que, en muchos casos, sin dar muestras de haber leído el borrador, se ataca a la ministra de Cultura y a los productores independientes, teóricos favorecidos, presionando al Gobierno para que paralice el proyecto en defensa de intereses mercantiles. Conviene recordar a los diferentes sectores que trabajan para el cine que somos los productores la columna vertebral de esta industria, donde la práctica comercial de distribuidores y exhibidores es un complemento esencial. Por tanto, no debe sorprender que una ley hecha para fomentar la cinematografía nacional sea especialmente sensible a las inquietudes nuestras.

Se trata de implementar medidas que hagan circular mejor el cine europeo y, en particular, el español

La producción cinematográfica ha sido apoyada por los Estados, incluido el de EE UU, desde su invención. Es una industria generalmente deficitaria, aunque de gran interés estratégico. Gobernantes y ciudadanos del mundo están mayoritariamente interesados en tener un cine propio que refleje su cultura, historia y sensibilidades sociales. El apoyo al cine lo han practicado Gobiernos franquistas, democráticos, de izquierdas, de derechas, nacionales y extranjeros, autónomos y locales. Entre otros, los Gobiernos de Francia, Italia, Alemania, Australia, Dinamarca, Reino Unido, Noruega, México, Brasil, Argentina. También se preocupan por la creación cinematográfica en sus espacios los länder alemanes, las Generalitats de Valencia y Cataluña, el Gobierno de Asturias y los Estados de Nuevo México, Nueva York, Arizona, California y Nueva Zelanda.

Estos apoyos no vienen dados con el ánimo de favorecer en particular a un grupo de productores, sino a la necesidad de desarrollar y realizar un cine propio, una industria audiovisual autóctona, necesaria para la aparición y mantenimiento de autores, actores y técnicos. La Unión Europea da trabajo en el sector a más de un millón de personas, con un porcentaje muy elevado de jóvenes.

Los diferentes Gobiernos de España, en los últimos 50 años, han protegido y apoyado al cine español de diferentes maneras. En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado se aplicaban tasas de doblaje y cuotas de distribución al cine importado y se facilitaban subvenciones del Estado y créditos sindicales para hacer posible el cine de esa época. Películas como Plácido, El verdugo, El clavo, El último cuplé, Los tramposos, Bienvenido, Mr. Marshall y las primeras obras de Mario Camus, Carlos Saura, Manuel Summers, Miguel Picazo y muchos otros grandes autores salidos de la subvencionada Escuela Oficial de Cine, fueron posibles gracias a los apoyos de la Administración franquista.

Con posterioridad, en los años setenta y sucesivos, el Estado creó otros mecanismos de apoyo, relacionados con las recaudaciones de taquilla, concediendo ayudas en función de ella y eliminando tasas de doblaje y cuotas de distribución, aunque manteniendo unas ligeras cuotas de pantalla a favor del cine europeo.

Hoy, el Gobierno de España, en el legítimo ejercicio de su responsabilidad, pretende actualizar estas medidas, teniendo en cuenta quiénes son los nuevos agentes de la realidad audiovisual. Se trata de implementar medidas, algunas de ellas dictadas por Bruselas, que hagan circular mejor el cine europeo y, en particular, el español. Algunas de estas disposiciones exigen a las empresas emisoras de televisión, que habitualmente programan películas recientes, el invertir un mínimo, actualmente el 5% y, según el anteproyecto en cuestión, un 6%, en la producción europea y española. Este porcentaje, calculado sobre su cifra de negocio del año anterior, ha permitido a los canales nacionales, públicos y privados participar como coproductores en diferentes películas nacionales, algunas de éxito y otras -como es habitual- que han pasado sin pena ni gloria. Ni los éxitos ni los fracasos han sido culpa exclusiva de los concesionarios de televisión. La responsabilidad es compartida con unos productores independientes, llamados Antonio Cardenal, Guillermo del Toro o Alfonso Cuarón, etcétera, que han desarrollado y coproducido estas películas. Sin ellos no se hubieran iniciado, aunque es verdad que sin las empresas televisivas probablemente tampoco se hubieran completado.

El anteproyecto de la ley audiovisual que impulsa el Gobierno goza del favor de una gran mayoría del sector cinematográfico, pese a matizaciones de unos y otros. No altera el statu quo que hace convivir al cine español con el de Hollywood y es inobjetable para la práctica totalidad de los grupos políticos, aunque sin duda en el proceso parlamentario todos intentarán mejorarla. La piratería en Internet, con 150 millones de descargas ilegales en 2006, es la causa de casi todos nuestros males y de ello debe ocuparse la Administración.

Ninguna disposición que incluye el anteproyecto del Gobierno es excepcional, diría que ni siquiera original. Simplemente, pretende apoyar un sector productivo y regular un mercado donde los productores y las grandes cadenas de televisión se necesitan para juntos generar una ficción, sean películas, series, documentales o animación, para todas las ventanas abiertas al espectador, en las que las nuevas tecnologías, formas de emisión y creación se están imponiendo.

Todos los responsables de las cadenas de televisión conocen su fortuna al disfrutar de concesiones gratuitas y emitir en un espacio radioeléctrico propiedad de todos los españoles. Sus cuentas anuales arrojan, sin duda gracias a su eficaz gestión, beneficios millonarios. Parece razonable y desde luego está lejos de ser escandaloso, como sus voceros pregonan, que el Gobierno les obligue a invertir, no a subvencionar, en la creación de contenidos de cuyo producto y derivados habrán de disfrutar ellos mismos.

Quizás un día estas grandes empresas tengan resultados anuales negativos. Si ello sucediera, la ley debería eximirles de la obligatoriedad de invertir en cine o de que nadie influya en sus presupuestos. Mientras tanto, debemos hacer nuestros mayores esfuerzos para llegar a un acuerdo que nos permita trabajar a todos juntos.

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