Columna

El candidato de los sin candidato

No sé ustedes, pero yo me encuentro rodeado de gente que no sabe a quién votar en los dos próximos comicios para elegir a nuestros representantes en la Generalitat y en el Ayuntamiento de Barcelona. Además los pocos que sí lo saben manifiestan un tan escaso entusiasmo que casi parece que sean empujados hacia determinadas urnas. Desde luego, no es una situación nueva, pero sí, aparentemente, más aguda, como si en esta ocasión se acentuaran el desánimo y la desorientación de las veces anteriores.

Paralelamente, no es difícil detectar las preferencias por una suerte de ...

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No sé ustedes, pero yo me encuentro rodeado de gente que no sabe a quién votar en los dos próximos comicios para elegir a nuestros representantes en la Generalitat y en el Ayuntamiento de Barcelona. Además los pocos que sí lo saben manifiestan un tan escaso entusiasmo que casi parece que sean empujados hacia determinadas urnas. Desde luego, no es una situación nueva, pero sí, aparentemente, más aguda, como si en esta ocasión se acentuaran el desánimo y la desorientación de las veces anteriores.

Paralelamente, no es difícil detectar las preferencias por una suerte de candidato inexistente, es decir, de aquel que no sólo no coincide con los nombres de los candidatos existentes, sino que manifiestamente se diferencia de todos ellos. Como es natural, este candidato inexistente es dibujado de distinto modo según el sentir y la mentalidad de quien lo evoca, aunque también posee algunos rasgos comunes: es claro, conciso, ajeno a los aparatos de propaganda e independiente con respecto a los intereses inmediatos de los partidos. Por lo general, también se pide que tenga una notable altura intelectual y moral, y a poder ser, una cierta brillantez expresiva.

Creo que este fantasmal candidato inexistente tendría un buen futuro si no fuera un candidato imposible en nuestro cerrado sistema político. El caso, por tanto, es que estamos condenados a elegir entre lo que hay, y no entre lo que podría o debería haber. Y lo que hay, a juzgar por la indecisión y apatía de la gente que me rodea, es poco, muy poco. A lo sumo un mal menor al que hay que recurrir para cumplir con las obligaciones del ciudadano para con la democracia.

Claro que es irritante y peligroso que una democracia se fundamente en la continua recurrencia al mal menor. No obstante, me temo que esto es lo que hemos acabado por hacer, hemos consagrado la idea de que la mediocridad es inevitable, sin apercibirnos de que, al dar el poder a los mediocres, también puede llegar a entrañar un riesgo considerable.

No soy de los que piensan que los políticos son peores que el resto de los ciudadanos y que éstos son víctimas inocentes de manipuladores malévolos. Quizá en una dictadura sea así, si bien entonces todos, menos los que mandan, son menos súbditos. En una democracia los políticos son una quintaesencia de los ciudadanos. Si éstos son abúlicos, egoístas, amantes de la vulgaridad e indiferentes ante las ideas, es muy difícil que sus políticos sean imaginativos y honestos estadistas que ponen sus vidas al servicio del bien común.

No nos engañemos: entre representantes y representados hay una gran intimidad moral. Lo trivial atrae a lo trivial; lo mediocre, a lo mediocre; lo canalla, a lo canalla. Aunque muchas veces los políticos, interesadamente, acepten ser los monigotes del pim pam pum donde descargar nuestras pequeñas furias, no hay duda de que ellos son esencialmente lo que nosotros, los ciudadanos, hemos querido que sean.

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En consecuencia, la primera razón por la que buscamos ansiosamente un candidato inexistente es que nosotros hemos querido, por acción u omisión, que se presenten estos candidatos, los únicos realmente existentes, que tan poco nos convencen a muchos. Con nuestra permanente dejación de responsabilidades en lo que llamamos clase política, hemos perpetrado una casta que vampiriza casi todos los resortes de la democracia. Cuando juzgamos tan duramente a los políticos nos juzgamos, ante todo, a nosotros mismos.

Al aceptar, los ciudadanos, el pasivo papel de espectadores, aceptamos asimismo que haya unos protagonistas que usurpan todo el escenario. Y súbitamente, cuando llegan las elecciones, suenan todas las alarmas. ¡Vaya candidatos! ¿Cómo es posible que se presente éste, que es un oportunista? ¿Y aquél, un burócrata de su partido? ¿Y aquél otro, que no sabe ni hablar? ¿Y aquél, que ha cambiado tantas veces de chaqueta? ¡Ojalá tuviéramos otros candidatos más brillantes, más eficaces, más idealistas, más transparentes!

¡Ojalá! Sin embargo, el espectador tiene que aceptar su función de espectador y conformarse con los actores disponibles para la función. ¡Haberlo pensado antes! Antes de esta elección, y de la otra, y de la otra. Haberlo pensado antes de tantas elecciones en que hemos venido consagrando la liturgia del mal menor. Sobre todo, haberlo pensado entre elección y elección, sin abandonarse perezosamente a la creencia de que la democracia es ir a votar de vez en cuando.

Las elecciones deben ser limpias, pero la limpieza esencial de una democracia se juega entre el tiempo que transcurre entre elección y elección. Ahí es donde se forjan estos candidatos que tan poco nos entusiasman. Ahí, entre desintereses y opacidades, es donde se refuerza esa práctica, más bien sórdida, de la democracia como un continuo mal menor en el que se refugian, no los mejores y los más dispuestos al servicio público, sino los que creen encontrar el cauce adecuado para el desarrollo de sus carreras personales.

Con el paso de los años, a medida que se ha aceptado como inevitable la doctrina del mal menor, la casta política originada por la dejación de los ciudadanos ha achicado sus espacios, se ha hecho dura, impenetrable. En otros tiempos se recordaba a ciertos políticos por sus luchas, se reclamaba a independientes en las listas electorales, se producían declaraciones intempestivas y heterodoxas. Ahora el sistema es más centrípeto, hermético. Cada partido exige a sus militantes que guarden el orden de la fila, poniendo siempre la obediencia por encima de la imaginación. Es el momento de propagar la figura del burócrata eficaz, un político que, en el fondo, está al margen de ideas y creencias.

En un escenario de este tipo, es imposible que aparezcan estos candidatos ilusionantes que, en efecto, no han aparecido. Para cambiar el escenario se necesitaría un chorro de aire puro que barriera las listas cerradas, la opacidad de los partidos, la vulgaridad de los debates, el seguimiento servil de los índices de audiencia. Quizá, entonces, surgiría el candidato inexistente que ahora no podremos votar.

¡Cuántos votos tendría!

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