Crónica:02 MÉXICO

La vida en la frontera

Pecos Bill era un vaquero legendario. Fue el más joven de los 18 hijos de un pionero tejano, y cuando era apenas un niño se perdió y fue criado por una familia de coyotes. Pecos creció aullándole a la luna, y haciendo excursiones en cuatro patas con su familia adoptiva, hasta que un vaquero trashumante lo hizo consciente de su humanidad. A partir de entonces Pecos Bill se convirtió en un crack de las praderas y los desiertos, los leones de las montañas reculaban cuando él aparecía y dicen que una vez controló un tornado montándolo como si fuera un toro de rodeo. Pecos Bill, como suele p...

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Pecos Bill era un vaquero legendario. Fue el más joven de los 18 hijos de un pionero tejano, y cuando era apenas un niño se perdió y fue criado por una familia de coyotes. Pecos creció aullándole a la luna, y haciendo excursiones en cuatro patas con su familia adoptiva, hasta que un vaquero trashumante lo hizo consciente de su humanidad. A partir de entonces Pecos Bill se convirtió en un crack de las praderas y los desiertos, los leones de las montañas reculaban cuando él aparecía y dicen que una vez controló un tornado montándolo como si fuera un toro de rodeo. Pecos Bill, como suele pasarle a los vaqueros de leyenda, murió en la barra de un saloon después de beberse un vaso de whisky, preñado de anzuelos, que le habían preparado sus enemigos. La historia de este héroe tejano tiene un origen incierto y ha ido creciendo y exagerándose durante décadas; hay una canción tradicional que cuenta su gesta más increíble: Pecos se había perdido en el desierto, "la sed lo mataba y lo abrasaba el sol", cuando estaba a punto de sucumbir, "hizo un tajo en el desierto", un tajo ingente y mayúsculo por donde empezó a correr el agua. Pues dice la leyenda que el río Bravo es ese tajo abierto a leches, ese río siniestro que separa México de Estados Unidos donde José Luis y yo estábamos agazapados en el capítulo anterior, en medio de dos matorrales, viendo una lancha con tres pescadores a bordo que acababan de tirar una red al agua. José Luis me dijo que eran pescadores falsos, que estaban ahí para brincar al otro lado porque en esas aguas no se pesca con red. Un minuto más tarde, justamente como mi amigo lo había advertido, la lancha se arrimó a la orilla de enfrente y uno de los pescadores aparentes brincó con una mochila hacia Estados Unidos. Una vez ahí, como hacen todos los emigrantes que logran pasar al otro lado, debe haberse ocultado en la maleza hasta el anochecer y esperado el momento en que la patrulla fronteriza no anduviera cerca, para emprender una ruta azarosa e incierta por el campo hacia alguna ciudad tejana, por ejemplo, San Antonio, donde sea factible trabajar y eventualmente establecerse. En cuanto el emigrante alcanzó la otra orilla, la lancha regresó al centro del río a continuar con su pesca aparente. Todavía agazapado detrás del matorral, pensé en la línea de una canción de Radio Futura: "La vida en la frontera no espera, es todo lo que debes saber". Abandonamos nuestro escondite para regresar a Nuevo Laredo, tenía la intención de mirar y preguntar todo lo que pudiera antes de que el ambiente enrarecido de la ciudad me derrotara. Hace unas semanas se publicó la noticia de un proyecto que tiene Rick Perry, el gobernador de Tejas, que consiste en sembrar la frontera de webcams y colgar en la red las imágenes que vayan captando en directo, con la idea de que cualquier tejano preocupado por los latinoamericanos que violan diariamente la frontera de su país pueda avisar a un teléfono especial que turnará la llamada a la patrulla fronteriza de ese sector. Si este proyecto fuera ya una realidad, algún ranchero vecino del médano donde yo estaba agazapado podía haber llamado para denunciar al pescador aparente que brincó desde su lancha a Estados Unidos, o peor, la imagen del pescador falso podía haber caído en el ordenador de uno de estos rancheros fronterizos que quieren acabar con los inmigrantes por su cuenta, y es probable que este señor, en vez de coger el teléfono, hubiera cogido el rifle. El proyecto de Perry, mirado desde cierto ángulo, es peligroso, y al parecer entusiasma más en Washington que en su propio Estado, lo sé porque cuando iba regresando a Nuevo Laredo, después de agazaparme en el río, hablé por teléfono con Judith Gutiérrez, comisionada del Webb County, el condado donde está Laredo, Tejas, uno de los puntos donde el gobernador Perry anunció que instalará sus webcams. La comisionada Gutiérrez dijo que no estaba al tanto del proyecto y en cuanto se lo expliqué manifestó su desacuerdo y en seguida remató: "Y también estamos en desacuerdo con la valla que quieren poner a lo largo de la frontera". Colgué el teléfono y me quedé pensando en que Webb y web son primas fonéticas, y comenzaba a rumiar una teoría, etérea como la del vértice que había situado en el pueblo de Falfurrias, cuando José Luis me preguntó que si quería parar en un sitio con baño para que lavara el manchón de tinta que traía en la camisa. Le dije que no era necesario, y en lo que llegábamos a la casa del padre Pellizzari, cómodamente sentados dentro del mundo de ficción que proveía el aire acondicionado de la furgoneta, me dediqué a mirar Nuevo Laredo por la ventanilla y fui viendo eso mismo que escribió Revueltas, niños en la calle "con los ojos turbios de pereza y de anemia", "polvo atroz", "furiosas moscas", mendigos clamando "socorro en inglés"; y a todo esto que Revueltas percibió hace décadas agregué el aura del narcotráfico, que produce una desolación tensa, y la tragedia palpable de esos hombres que han subido durante meses media América Latina y al llegar se han dado cuenta de que cruzar al otro lado no es cualquier cosa, de que el salto está lleno de peligros, de que en el último metro de su largo vía crucis todo puede irse a los leones. José Luis aparcó frente a la Casa del Migrante, una institución dedicada a socorrer a los hombres, y a las poquísimas mujeres, que llegan a Nuevo Laredo dispuestos a tirarse al río, o a los que ya se han tirado y han sido deportados por la patrulla fronteriza. Los emigrantes de ida y vuelta llegan a esa casa que vive de la caridad de los habitantes de Nuevo Laredo, buscando el hospedaje y el consuelo que les da el padre Pellizzari, que es hijo de una pareja de emigrantes italianos que fueron a procurarse una vida más digna a Argentina y que años después, víctimas de una crisis económica, tuvieron que regresar al país que habían abandonado. Pellizzari, hijo de esta doble migración, se hizo sacerdote en la orden de los scalabrinianos, una congregación italiana dedicada al auxilio de los emigrantes, e invierte su tiempo y su esfuerzo en ayudar a esa gente que, igual que él, tiene que ir a buscarse la vida lejos del lugar donde nació. El mundo de ficción que proveía el aire acondicionado de la furgoneta quedó destruido en cuanto abrí la puerta y entraron a saco los 44 grados que había en el exterior. El padre nos recibió en su oficina, una habitación modesta donde el calor infernal era batido rítmicamente por las aspas de un ventilador. Por la casa que dirige pasan mil inmigrantes al mes que son hospedados y alimentados sin necesidad de identificarse, basta con que digan, para cooperar con las estadísticas que lleva el padre, desde dónde vienen, cuánto tiempo han tardado en llegar y si tienen alguna enfermedad contagiosa o algún vicio que pueda alterar el equilibrio de la casa. Muchos inmigrantes contratan un sherpa para que los guíe hasta la frontera y los ayude a cruzar el río, estos sherpas se llaman polleros en casi todos los lados, pero en Nuevo Laredo les dicen pateros, quizá porque los patos cruzan el río y los pollos no. Los polleros transportan a los emigrantes de diversas maneras, en automóviles, o encerrados en un vagón de tren, o en la caja de un tráiler, o en autobús si el grupo no es tan grande. Llegando a la frontera, el pollero mete a su grupo en una "casa de seguridad" mientras prepara la entrada clandestina a Estados Unidos, que en el caso de Nuevo Laredo es casi siempre por el río, aunque desde hace unos meses, quizá debido al endurecimiento de la vigilancia, hay grupos de 15 o 20 inmigrantes indocumentados que llegan al puesto fronterizo y en cuanto el oficial de turno les pide el pasaporte y la visa, que no tienen, se echan a correr en grupo hacia Estados Unidos, y de cada 20 que lo intentan hay tres o cinco que logran escabullirse y, con suerte, quedarse y establecerse. Pero resulta que el viaje del emigrante que confía en un pollero no siempre llega a su destino, o no llega de la forma en que se le había prometido; hay muchos que después de haber pagado entre 3.000 y 5.000 dólares por el servicio son abandonados en algún punto del trayecto y asaltados, una vez que ha desaparecido el pollero, por los Maras Salvatruchas, o extorsionados por la policía municipal de algún pueblo, o por la policía federal, o por el ejército, y ahí el viaje se complica porque el emigrante tiene que ponerse a trabajar para ganar el dinero que le han robado y que necesita para llegar a la frontera. Debe haber polleros honestos que cuidan su trabajo y cumplen con llevar a sus clientes hasta una ciudad en Estados Unidos, pero estos inmigrantes exitosos no llegan a la casa del padre Pellizzari, ahí llegan los desgraciados, los que han sido estafados o asaltados o extorsionados, los que han quedado malheridos en algún accidente durante el viaje, los que se acobardan al ver el río y ya no saben cómo regresar a su tierra, a todos ellos los ayuda este padre. Durante nuestra conversación, que tuvo lugar a escasos 30 centímetros de las aspas del ventilador, el padre reveló una idea crucial, una estrategia desalmada, y un bosquejo de solución: "El empuje del emigrante es siempre más fuerte que la resistencia con la que se pretende detenerlo. El emigrante no se detiene frente a barreras ni muros. Son 3.200 kilómetros de frontera con Estados Unidos, así que siempre hay un hueco para moverse". Después, mientras reorientaba el ventilador para que el tufillo que aventaban las aspas nos llegara con más efectividad, reveló esta estrategia de la patrulla fronteriza: "Los emigrantes cruzan por los lugares más difíciles, más peligrosos, porque son los que Estados Unidos deja desprotegidos, porque sabe que la naturaleza se encargará de eliminar a la gente. A esto le llamamos estrategia de muerte. Sabiendo que en el desierto la temperatura sube a más de 50 grados, deciden que esa zona pueden dejarla sin vigilancia. Esto es tanto como orillar el flujo migratorio a lugares mortíferos". Y cuando le pregunto si vislumbra alguna solución, responde: "Si todo eso que gasta Estados Unidos en proteger sus fronteras se invirtiera en apoyar el desarrollo de los países pobres, habría menos flujo migratorio y menos presión en sus fronteras".

"Cruzan por los lugares más peligrosos porque saben que son los más desprotegidos"

Después el padre Pellizzari me enseña las instalaciones de la casa, las habitaciones con literas, un galerón donde conviven los retretes con las duchas, y un salón grande con mesas que sirve de comedor, de lugar de reunión y de parroquia cuando el padre celebra misa. Un emigrante que miraba al vacío sentado en su cama me contó que había llegado hacía unos días de Oaxaca, que el viaje le había llevado tres semanas porque a medio camino el pollero los había abandonado a él y a su primo. "¿Y tu primo está aquí?", le pregunté, con la intención de enterarme de esa historia que podían contarme a dos voces, pero lo que me respondió me dejó helado, me dijo que para llegar hasta Nuevo Laredo se habían tenido que "colgar" de un tren, habían esperado fuera de la estación para poder subirse de un brinco antes de que la máquina cogiera velocidad, y para que no los descubrieran habían trepado hasta el techo de un vagón y ahí habían hecho el viaje, primero acostados y agarrados de los remaches, pero, después, cuando sintieron que controlaban la situación, habían comenzado a divertirse, a tontear y a empujarse y a ponerse de pie con el tren avanzando a toda máquina, hasta que una rama demasiado baja golpeó al primo en la cabeza y lo dejó tendido sin vida sobre el techo. "Eso pasa todo el tiempo", me dijo más tarde Benjamín Galván, que es director de un periódico local, y para ilustrarme sobre ese horror me llevó a su oficina y me enseñó una antología de fotografías atroces de hombres liquidados encima de un vagón de tren.

José Luis me dejó en un hotel, ya de noche. Alquilé una habitación en el cuarto piso con una ventana que enmarcaba Nuevo Laredo; desde esa altura, y en la oscuridad, se veía menos fea y menos polvorienta. Al fondo, del otro lado de la frontera, más allá del tajo que en su tiempo abrió Pecos Bill, ondeaba una bandera enorme de Estados Unidos, y un poco más allá, en un apacible barrio de Laredo, Tejas, un trío de viejos jubilados jugaban al golf. ¿Cómo puede alguien jugar al golf tan cerca de ese drama? Esparcí notas, cintas y fotografías en el escritorio, y en lugar de ordenarlas, cogí un botellín de ginebra del minibar y me puse a mirar la ventana y a pensar en la gesta cotidiana del padre Pellizzari, y me pareció que su casa y la gente generosa que la sostiene son el antídoto contra esa fealdad, contra las mañanas polvorientas de Nuevo Laredo que vio Revueltas, contra el ambiente horrible que genera el narcotráfico y el agobio que producen tantos emigrantes en desgracia. También pensé que ese padre, que dedica su vida a ayudar al prójimo, está a años luz de distancia de esos curas vociferantes que salen a la calle a protestar contra las bodas entre homosexuales.

El presidente Fox está muy preocupado por los emigrantes mexicanos que viven en Estados Unidos y que envían mensualmente remesas que son parte sustancial de la economía del país; el presidente Bush, por su parte, trata de compaginar la necesidad de inmigrantes que tiene su país con el rechazo que sienten por ellos muchos estadounidenses. Y de los emigrantes en desgracia, de esos miles que llegan hasta la frontera y no logran dar el salto, ¿quién se ocupa? Todo lo que hay del lado mexicano es un grupo especial de agentes, los Beta, que están dispersos por las fronteras del país, con la misión de orientar al emigrante; el trabajo sustancial lo hacen padres heroicos como Pellizzari y gente generosa y preocupada por sus semejantes. Cogí la fotografía de un emigrante muerto sobre un vagón de tren que me regaló el director del periódico, de todos los elementos dramáticos que componen esa imagen, lo que más me impresionó fue el equipaje que llevaba: una bolsa de supermercado amarrada al cinturón: ahí venía todo lo que se había traído de su vida anterior, con esas modestas pertenencias pensaba iniciar su nueva vida.

Mañana, capítulo 3: 'Texas flood'

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Una persona yace sin vida sobre los furgones en Monterrey (México).PRIMERA HORA (NUEVO LAREDO)
Emigrantes mexicanos en una localidad cercana a la zona fronteriza con Estados Unidos.BERNARDO PÉREZ

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