Columna

Fin de un anacronismo

La aristocracia del canódromo de la Meridiana pierde su palacio. Llamo aristócratas a los clientes del canódromo porque cada tarde, cuando el común de los mortales seguía en la oficina o emprendía el rumbo al hogar, ellos, jubilados y desocupados, disfrutaban de un palacio sin par en Barcelona: el edificio proyectado por los arquitectos Antonio Bonet y J. Puig Torné, tan elegante y bien proporcionado que sentarse a la sombra de su marquesina, de cara a la pista, era someterse a influjos positivos. Lo edificaron en 1962 con el cálculo de que seguiría allí 15 años, pero, amparado en un olvido mu...

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La aristocracia del canódromo de la Meridiana pierde su palacio. Llamo aristócratas a los clientes del canódromo porque cada tarde, cuando el común de los mortales seguía en la oficina o emprendía el rumbo al hogar, ellos, jubilados y desocupados, disfrutaban de un palacio sin par en Barcelona: el edificio proyectado por los arquitectos Antonio Bonet y J. Puig Torné, tan elegante y bien proporcionado que sentarse a la sombra de su marquesina, de cara a la pista, era someterse a influjos positivos. Lo edificaron en 1962 con el cálculo de que seguiría allí 15 años, pero, amparado en un olvido municipal o en un bucle del tiempo, siguió celebrando carreras. En Barcelona llegó a haber tres establecimientos de esta clase: en la Diagonal estaba el más encopetado -siempre dentro del carácter de entretenimiento proletario que tienen las carreras de galgos, suprimidas ya en toda Europa salvo en dos o tres países-; el de la plaza de Espanya, lugar bronco, sombrío, macho, donde no se veía una mujer ni por casualidad, y por fin el de la Meridiana, con cierto aire familiar, gracias a las señoras que en las mesas del espacioso café hacían calceta y vigilaban discretamente las alternancias de pérdidas y ganancias de sus principescos maridos.

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