Reportaje:

Después de la revolución

No es fácil explicar qué fue el situacionismo. Podríamos decir que fue un movimiento "de vanguardia" en una época en la cual ya no había tal cosa. Pero esta misma descripción es engañosa para los oídos actuales, pues hoy creemos, equivocadamente, que los movimientos de vanguardia fueron fenómenos artísticos. Más cierto es que esta extraña especie de "lo artístico" que define la invención de ese monstruo semántico llamado "arte contemporáneo" es el nicho en el que han venido a refugiarse históricamente las ruinas de unas corrientes que quisieron ser indisociablemente estéticas y política...

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No es fácil explicar qué fue el situacionismo. Podríamos decir que fue un movimiento "de vanguardia" en una época en la cual ya no había tal cosa. Pero esta misma descripción es engañosa para los oídos actuales, pues hoy creemos, equivocadamente, que los movimientos de vanguardia fueron fenómenos artísticos. Más cierto es que esta extraña especie de "lo artístico" que define la invención de ese monstruo semántico llamado "arte contemporáneo" es el nicho en el que han venido a refugiarse históricamente las ruinas de unas corrientes que quisieron ser indisociablemente estéticas y políticas, que aspiraban a "superar" la escisión entre poesía e historia o, como decía André Breton, a acabar con el divorcio entre el sueño y la acción, ya fuese por la vía de estetizar el mundo o por la de mundanizar el arte, según las conocidas definiciones del fascismo y del comunismo aportadas por Walter Benjamin. Y esto vale tanto para las que Raymond Williams ha llamado "políticas de vanguardia" de las organizaciones revolucionarias características de fines del XIX y principios del XX, cuyo componente estético -que ha dejado una huella indeleble en la propaganda de masas- es innegable (aspiraban a crear una nueva sensibilidad), como para los "ismos" culturales que fueron sus coetáneos, cuyos manifiestos, revistas periódicas, grupos militantes e intervenciones públicas eran expresiones poéticas de igual ambición revolucionaria (tenían incluso sus burocracias dirigentes, sus escisiones y sus depuraciones) en cuanto que aspiraban a producir una realidad histórica radicalmente nueva.

Las dos guerras mundiales

convirtieron este ensueño en pesadilla, y sólo después sus residuos y efectos secundarios fueron "reciclados" como meros estilos artísticos "posvanguardistas" (el land art, el body art, etcétera) cuyo ingrediente político había quedado neutralizado por sus dependencias mercantiles y estatales. El situacionismo pertenece a ese periodo europeo de indefinición en el cual el espíritu original de las vanguardias ya se había eclipsado, pero sus "resultados" aún no se habían recuperado mediante el diseño industrial ni habían sido integrados por la nueva crítica en los museos, ferias y galerías de "arte contemporáneo"; la Internacional Situacionista, fundada por Guy Debord en 1954, es sólo una broma en comparación con las "Internacionales" obreras, del mismo modo que su revista es una sombra de publicaciones como La Revolución Surrealista, cuya alianza con la "Cuarta Internacional" de Trotski llegó a tomarse en serio en su día. Por ello, el ultraizquierdismo recalcitrante de este "ismo" intempestivo (un comunismo libertario, consejista y asambleario que condenaba sin excepción a todas las organizaciones y Estados, unido a un espontaneísmo apocalíptico que olfateaba el advenimiento de la sublevación total a la vuelta de cada esquina), al no poder ser tomado políticamente en serio, sólo podía percibirse como una postura estética parasitaria de una sociedad pacificada por la guerra fría y acomodada en la abundancia consumista del Estado de bienestar. Si además leemos la novela de Michèle Bernstein -compañera y cómplice de Debord durante sus años de mayor actividad- Todos los caballos del rey como un retrato fiel de la atmósfera cotidiana de estos "jóvenes inconformistas", no solamente concluiremos que el situacionismo es un producto tan tópicamente parisino como Brigitte Bardot, Johnny Halliday o el ménage à trois, sino que veremos en él una suerte de droga de diseño de los primeros años sesenta (cuando la química aún no había sustituido a la ideología en estas lides) para sazonar con algo de emoción una existencia mortalmente aburrida; un estimulante que, al decir del editor francés del libro de Frédéric Schiffter Contra Debord, "se desvanecerá en esa pesadilla sesentayochesca que permitió a los pequeños burgueses de Francia tutear a sus profesores, hacer el amor antes del matrimonio y votar al tunante de Mitterrand".

Pero el caso es que este anacronismo de apariencia exótica se tornó al menos relativa y momentáneamente verosímil, fundamentalmente por dos razones. Una, la indiscutible inteligencia de Debord y el acierto innegable y precoz de definir el modo de vida de nuestro tiempo mediante el concepto de "espectáculo", extrayendo de esta noción toda la carga intelectual, política, económica y afectiva que se requería para "actualizar" la idea marxiana de mercancía. La otra, ese pequeño -pero decisivo para toda una generación- acontecimiento histórico llamado Mayo del 68, para el cual nadie parecía estar preparado salvo los propios situacionistas. Se diría que La sociedad del espectáculo, que Debord había publicado en 1967, anticipaba y hasta preparaba el escenario de un malestar surgido en el corazón mismo del bienestar y sin razón aparente, una revuelta en la que relampaguea en toda su ambigüedad la consigna vanguardista de una confluencia prodigiosa y terrible de la poesía y el arte con la historia y la vida: "El bienestar nunca estará lo bastante bien como para satisfacer a quienes buscan lo que no está en el mercado, lo que el mercado precisamente elimina". La "Internacional" se autodisolvió en 1972, pero hoy siguen aún en activo algunos de sus herederos que, como Raoul Vaneigem, mantienen el espíritu libertario y conservan el utopismo de sus planteamientos.

Leyendo los viejos ensayos

de Debord que se compilan en El planeta enfermo se comprende quizá mejor su estrategia literaria. El primero de ellos, que también es el más antiguo, se ocupa de los disturbios protagonizados por la población negra de Watts, en Los Ángeles, durante el caluroso verano de 1965. Allí donde algunos, no sin cierto cinismo, creyeron ver sólo las nefastas consecuencias de una escasez de aparatos de aire acondicionado, Debord diagnostica que "los negros americanos en verdad quieren nada menos que la subversión total de esta sociedad"; en los saqueos de los supermercados detecta un motín a favor del valor de uso -la gente toma lo que se expone en los escaparates para utilizarlo- y en contra del valor de cambio -lo roban y lo regalan, no lo compran ni lo venden-, y en los incendios adivina la "afirmación lúdica" que señala el comienzo de la gran fiesta, la destrucción del capitalismo en el fuego sagrado del potlach. El segundo escrito comenta con gran agudeza la crisis del comunismo chino tras la "revolución cultural" de Mao, y anuncia el derrumbamiento externo e interno de la burocracia corrompida, que se saldará con el retorno de la revolución traicionada. Se podrá decir que, contra las expectativas del autor, ni en América ha nacido una nueva conciencia proletaria ni es precisamente la revolución lo que ha regresado a las calles de un Pekín cuya burocracia se resiste a disolverse; pero Debord ya se había blindado contra estas objeciones advirtiendo que "si no se echa abajo el sistema" las cosas no harán más que empeorar. Quizá por eso el último de los ensayos -que da título al volumen-, escrito para el número final de su revista, en 1971, profetiza que, de no acabarse inmediatamente con el capitalismo, lo que se avecina no son ya las explosiones de violencia y delincuencia inmotivadas ni los crímenes sanguinarios del totalitarismo, sino simplemente el fin de la vida sobre la tierra por devastación ecológica: "Revolución o muerte': esta consigna ya no es la expresión lírica de la conciencia rebelde, sino la última palabra del pensamiento científico de nuestro siglo".

En este caso como en otros,

la debilidad de la "crítica total" reside en su fuerza: es tan persuasiva a la hora de realizar augurios siniestros -pensemos en los más próximos "La civilización occidental está amenazada" o "Peligra la unidad de España"- que, pase lo que pase, siempre puede decir "Ya os lo habíamos advertido" ("Cuando llueva, cuando haya falsas nubes sobre París, no olviden nunca que es culpa del gobierno"), aunque no tenga -como no tiene Debord- la menor idea de en qué consistiría esa revolución permanente que dibuja como la única alternativa a la hecatombe; y, a la inversa, su fuerza depende de su debilidad: al situar la única victoria posible en un horizonte utópico, queda condenada siempre a la derrota y, por tanto, legitimada para una queja perpetua. Si Debord hubiese nacido un poco antes, podría haber sido aún un agitador revolucionario inmerso en la acción, pues su talento para la provocación es incuestionable; si lo hubiese hecho un poco después, se habría convertido en "artista contemporáneo" y hoy hablaríamos de "situaciones" como hablamos de "instalaciones"; pero le tocó vivir un tiempo en el cual el discurso revolucionario sólo podía quedar en sueño y en el cual el sueño sólo podía soportarse a sí mismo si se imaginaba como acción (ese "sueño-acción" de acuerdo con el cual modeló, con todas sus consecuencias, su vida). Por este motivo, Debord sólo podía ser un moralista, y ello sólo a costa de ocultar su rigorismo tras la máscara del inmoralista existencial, para que el fondo ético del que emanaba su réplica contra la opulencia mercantil no se confundiese con el discurso humanista que su generación en pleno había condenado de antemano al infierno. "Uno no elige su época", decía, "aunque la pueda transformar". El situacionismo no transformó su época del modo definitivo y único que Debord habría deseado. Pero en su favor hay que decir que tampoco su época, que después del 68 no hizo más que decepcionarle, consiguió transformarle a él.

Un manifestante tira piedras a la policía en una calle de París durante las protestas de Mayo de 1968.AP

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