Columna

Cuando íbamos al cine

¿Vamos al cine?

Una pregunta tan sana, tan cargada de esperanza, tan llena de buenas intenciones, está a punto de pasar a la historia en Madrid. Vamos a tener que formularla en pasado, porque, en un año, 11 salas de la capital han cerrado bendecidas por el Ayuntamiento que permite cambiar su uso urbanístico, y en unos meses, el teatro Albéniz, que pertenece a la Comunidad, probablemente será demolido. Con él, 60 años de ejemplar historia escénica pasados por la piqueta sin que nadie asegure un repuesto artístico para ese rico solar tan céntrico.

Fantástico. Qué alegría, oye. Adem...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

¿Vamos al cine?

Una pregunta tan sana, tan cargada de esperanza, tan llena de buenas intenciones, está a punto de pasar a la historia en Madrid. Vamos a tener que formularla en pasado, porque, en un año, 11 salas de la capital han cerrado bendecidas por el Ayuntamiento que permite cambiar su uso urbanístico, y en unos meses, el teatro Albéniz, que pertenece a la Comunidad, probablemente será demolido. Con él, 60 años de ejemplar historia escénica pasados por la piqueta sin que nadie asegure un repuesto artístico para ese rico solar tan céntrico.

Fantástico. Qué alegría, oye. Además, entre los cines, los hay que lo del cerrojo se lo han tomado con sorna, como en el Tívoli, uno de los más maravillosos del barrio de Salamanca: ha echado puerta después de proyectar Buenas noches, y buena suerte, la película militante de George Clooney. Menudo sarcasmo. Otros quedan en unos barrios que desde el momento en que se apagó la hipnótica luz de sus proyectores se han convertido en lugares mucho más tristes. Algunos, en cambio, siguen plantados en Gran Vía o alrededores. Esa zona que no sé quién quería convertir en Broadway pero que va a acabar transformada en un patético mercadillo de saldo y que cambiará esos espectaculares cartelones con estrellas del celuloide por letreros cutres de ofertas todo a cien.

Por allí ya han cerrado los cines Luna, cuatro de los ya escasos refugios de la ciudad donde disfrutar de versiones originales. O el cine Azul, que era comodísimo, que durante un tiempo fue sala de películas gays y ahora se ha transformado en una hamburguesería. Seguro que llena de fotografías en las que no faltarán actores clásicos, para recochineo de los clientes. Digo seguro, porque no pienso entrar. Lo mismo que juro no comprarme ni un calzoncillo -no por nada, sino porque no tendrán mi talla- en las tiendas de ropa que ya han anunciado que van a colocar en lo que hoy es el cine Avenida o el Palacio de la Música: esos templos donde todavía algunos jueves por la noche unos pobres ingenuos siguen acudiendo a los estrenos mejorados por la luz de los focos y sonrientes en sus últimos paseos por la alfombra roja. A partir de ahora tendrán que conformarse con comprarse un pijama en ese mismo espacio para verlo en casa, bien cómodos. Porque eso de ir al cine, en Madrid, se va a acabar.

Hay que fomentar la periferia, que es lo que ha pasado en algunas ciudades españolas, donde no queda abierta ni una sala en el centro y todas están convenientemente apartadas en los macrocomplejos comerciales de las afueras, generalmente dominados por las grandes multinacionales, con lo que ese cine pequeño, auténtico, alternativo y preñado de talento que se distribuye todavía de milagro -entre éste, muchas películas españolas, por cierto- no se puede exhibir jamás y la oferta se reduce a la patética enésima secuela y a la patochada de turno en pos del rico taquillazo. ¡Viva el arte!

Los dueños de los difuntos cines aducen para este asesinato en masa de nuestra cultura el cuento de la "lógica empresarial". El Ayuntamiento les da todas las facilidades y nosotros nos tenemos que conformar con una inevitable nostalgia. De repente, nos parecen irrepetibles esa peste pegajosa a ambientador, aquel material rojo chillón con el que estaban forradas las butacas sin respaldo donde apoyar la cabeza, la linterna de los acomodadores sorteando algún hueco en la sala rebosante a cambio de un par de duros de propina, los descansos con anuncios de marisquerías imposibles y de tiendas de muebles anteriores al imperio Ikea, las palomitas rancias cuando no existían esas maquinotas que las escupen a velocidad de crucero, la chocolatina que se te derrite entre los dedos, y la emoción expectante que te metían en el cuerpo la música y los títulos de crédito.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Aquellos lugares oscuros y de olor penetrante que mataron nuestro aburrimiento, nos consolaron con dramones alguna fría tarde de domingo o nos refrescaron con comedia -y aire acondicionado- muchas noches de verano, van extinguiéndose. Al fin y al cabo, tan sólo eran esos templos donde acudíamos a soñar y a sacar triste tajada de nuestros sentimientos más básicos. Descansen en paz. The end.

Sobre la firma

Archivado En