LA NUESTRA

Magia y cocina

Esta semana nos ha dejado una buena lección acerca de la capacidad de la televisión para ejercer esa vieja función de la ideología consistente en aludir para eludir, hablar de la realidad de una forma que sin decir nada de ella la da por santa y buena. En la parrilla nacional dominan ahora dos asuntos, la cocina y la magia, que entretienen y que a su modo educan la mirada del espectador, preparado para estar ante la pantalla como un menor de edad. He visto dos veces, en Canal Sur y en Cuatro, cómo un mago convertía un billete de cincuenta euros en otro de quinientos. Y en los programas de coci...

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Esta semana nos ha dejado una buena lección acerca de la capacidad de la televisión para ejercer esa vieja función de la ideología consistente en aludir para eludir, hablar de la realidad de una forma que sin decir nada de ella la da por santa y buena. En la parrilla nacional dominan ahora dos asuntos, la cocina y la magia, que entretienen y que a su modo educan la mirada del espectador, preparado para estar ante la pantalla como un menor de edad. He visto dos veces, en Canal Sur y en Cuatro, cómo un mago convertía un billete de cincuenta euros en otro de quinientos. Y en los programas de cocina, con Maite o con Arguiñano, he visto a la humilde cebolla convertirse en una mermelada celestial. Estos programas no tienen nada que ver con lo que ha ocurrido en Marbella: pero si se leen con la suficiente mala intención -como recomienda Canetti- resultan una réplica perfecta de la realidad de la que ninguno de ellos habla.

La magia y la cocina se basan en algo tan viejo como el truco. Consisten en un tipo de manipulación de cosas reales que sólo unos pocos saben culminar sin dejar rastro pero que infaliblemente acaba dejando un buen sabor, o una sensación de asombro, que los convierte en modelos que cualquiera desea volver a elegir. La cocina y la magia tienen, por eso, mucho en común con la corrupción política y económica: una cosa se convierte en otra; lo que en principio tenía un sabor desagradable acaba sabiendo a gloria bendita; lo que la conciencia de un estómago decente habría vomitado se digiere con un placer que, sobre todo, hace que el comensal se sienta a la altura de los prodigios que el mago y el cocinero hacen sin que les quitemos la vista de encima.

Esto último es fundamental: la corrupción, como la buena magia y la buena cocina, es un secreto sólo a medias. Ahora se habla del asombro de la gente que ha sabido que en Marbella había una gente malísima que ha reunido una riqueza extravagante. ¿No es más cierto que la gente ha asistido encantada -en los dos sentidos: conforme y bajo un encantamiento- al espectáculo de cómo un billete de cincuenta euros se convierte en otro de quinientos y la sulfurosa cebolla se carameliza hasta ser digna del paladar de los mismísimos ángeles del cielo?

De ahí debieran partir los debates: de lo que todos sabíamos. Todos. De todas formas, hay diferencias: sin corruptores no hay corruptos, y los cocineros de fantasía cocinan platos que sólo unos cuantos pueden pagar, como los magos actúan en locales a los que sólo unos cuantos pueden acceder. Además, lo que ahora ha explotado en Marbella tiene una historia que empieza antes de Gil: ¿se acuerdan de aquel señor Ramírez que mandaba en los juzgados de la ciudad y de una hija suya que luego fue juez allí mismo? Está claro que nada de eso ha podido ocurrir sin que por parte de los poderes públicos haya habido, por lo menos, y ya es gravísimo, debilidad y pereza en el cumplimiento de sus funciones. Gil pudo hacer a sus anchas mientras no ganó en Ceuta y Melilla y amenazó con ir a por la presidencia de la Junta de Andalucía. Porque los magos y los cocineros pueden estar en la pista del circo mientras no intenten comer fuera de su plato.

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