Tribuna:

Ordenanza cívica y marginación social

La ordenanza cívica de Barcelona ha generado cierta preocupación en diversas esferas progresistas, políticas y sociales y, también, en las eclesiásticas, en los aspectos relativos a los colectivos, de pobres y prostitutas, situados en la marginación social. Esta inquietud -e incluso las quejas y protestas- dirigidas a la actuación de un Ayuntamiento democrático caracterizado por sus actividades sociales es desde luego, legítima y, al mismo tiempo, preocupante en cuanto representativa de ese rigor crítico, a veces apresurado e injusto, con que se trata a los más próximos, especialmente, cuando ...

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La ordenanza cívica de Barcelona ha generado cierta preocupación en diversas esferas progresistas, políticas y sociales y, también, en las eclesiásticas, en los aspectos relativos a los colectivos, de pobres y prostitutas, situados en la marginación social. Esta inquietud -e incluso las quejas y protestas- dirigidas a la actuación de un Ayuntamiento democrático caracterizado por sus actividades sociales es desde luego, legítima y, al mismo tiempo, preocupante en cuanto representativa de ese rigor crítico, a veces apresurado e injusto, con que se trata a los más próximos, especialmente, cuando éstos ocupan responsabilidades de gobierno.

No se trata, ahora, de discutir la constitucionalidad/legalidad de la ordenanza. Se ha dicho que el Ayuntamiento ha establecido un sistema represivo extremadamente riguroso de características antidemocráticas e invasor del campo propio del Código Penal. Diagnóstico, en buena medida, duro y equivocado. El ordenamiento jurídico dispone de mecanismos para resolver estos aspectos, que aquí no pueden ser tratados con el detalle que merecen.

Barcelona es abierta, liberal y plural. Hay que evitar que estos valores se degraden

El Arzobispado de Barcelona y un grupo de entidades cristianas han tachado a la ordenanza de no eliminar las causas de la pobreza y de la marginación. ¡Nada menos! Las competencias y facultades municipales son más modestas: regular razonablemente situaciones afectantes a la convivencia ciudadana. La Iglesia, como en tantas ocasiones, es rigurosa con los demás y comprensiva consigo misma.

¿Qué ha hecho, en realidad, el Ayuntamiento de Barcelona?

Sencillamente, enfrentarse con unos problemas generados por el sistema económico-social vigente que, todo indica que, por el momento, es susceptible de ser protestado -y hasta modificado- pero no de ser esencialmente cambiado. Experiencias recientes -y bien dolorosas- y otras milenarias no han resultado precisamente, un éxito.

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Las causas de esta problemática, nadie lo duda, son ajenas al Ayuntamiento, que, sin embargo, ha de administrarlas, como mínimo, en alguna de sus facetas, como cuando repercuten en el uso del espacio público de la ciudad, que es, simultáneamente, de nadie y de todos.

Barcelona es una ciudad abierta, liberal, de acogida, y por ello, plural. El Ayuntamiento ha de velar para que sea así, pero, también, para evitar que todos esos valores entren en un proceso de degradación. Este objetivo exige, entre otras medidas orden, disciplina y gobierno, naturalmente, democráticos y responsables. No es cuestionable que estos caracteres concurren en el Ayuntamiento de Barcelona. A veces da la impresión de que la aceptación de esos valores y realidades, de buena fe, resulta costosa a determinados sectores progresistas como si aquéllos fuesen patrimonio de las clases conservadoras. Esto es producto de una confusión que es necesario superar y que es contraria al sentir de la mayoría de la ciudadanía que entiende que orden democrático y sensibilidad social no son incompatibles. El pragmatismo de hoy no cierra las puertas a la ilusión y a la utopía.

Barcelona es, políticamente, una ciudad de centro-izquierda. Así se ha demostrado cuando, antes y después de la Guerra Civil, se ha estado en condiciones de manifestarse libremente. Contra esta realidad nada han podido hacer las fuerzas civiles, militares o eclesiásticas de otro signo. Y que sea por muchos años.

Si es verdad -y lo es- que por sus frutos los conoceréis, examinemos los resultados de la aplicación de la ordenanza cívica durante las primeras tres semanas de vigencia: de los 1.398 expedientes abiertos 60 (el 4,29%), corresponden a la mendicidad y 83 (el 5,9%), a prostitución. El resto son atribuibles a la realización de graffitis, pinturas y necesidades fisiológicas y consumo de bebidas alcohólicas en la vía pública, trileros... En el mismo periodo de tiempo, el Ayuntamiento ha realizado 1.206 ofrecimientos de acogida a personas sin hogar. En esto consiste el rigor represivo del Ayuntamiento. Hay que precisar que ni la mendicidad ni la prostitución están, en si mismas, sancionadas. Sólo son constitutivas de infracción en la medida que incurren en comportamientos agresivos. No hay, pues, rastro de discriminación para estos colectivos nacida de la ordenanza. Todos estos datos son merecedores de reflexión.

Esta norma, como todas, es perfectible. Seguro. La experiencia de su aplicación será fuente de reformas. Así, el Ayuntamiento ha de estar especialmente atento, en el cumplimiento del plan social previsto en la ordenanza y que constituye una de sus piezas capitales.

Ha de controlar, con rigor, la actuación de sus agentes. La bondad de una ordenanza ha de estar acompañada de su correcta aplicación y así se prestigia y es reconocida por la ciudadanía: ¡Cuántas normas, bien orientadas, han devenido ineficaces e incluso peligrosas por esta causa!

La cudadanía a la que hay que proporcionar razones para que no llegue a la conclusión que sus destinatarios reales son, con demasiada frecuencia, siempre, los mismos: los más desprotegidos y los ciudadanos cumplidores de sus obligaciones.

Existe la percepción de que aquí hay camino para andar.

Àngel Garcia Fontanet es presidente de la Fundació Carles Pi i Sunyer.

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