Columna

Cambiarlo todo

Cambiarlo todo, como en el lema melancólico y cínico de Lampedusa, para que nada cambie. Porque a pesar de los buenos y píos propósitos con los que comenzamos el nuevo año, en el fondo sabemos que las cosas, aproximadamente, seguirán yendo igual, a trancas y barrancas. Nuestro paisaje seguirá siendo el mismo. Seguiremos, también, escribiendo nuestro último libro, que siempre es el primero, el mismo libro.

Lo mismo le sucede a Arnaldo Otegi: también su último mitin es el mitin de siempre, el mismo mitin, dentro o fuera del BEC de Barakaldo. Era esperable. ¿Quién esperaba grandes novedade...

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Cambiarlo todo, como en el lema melancólico y cínico de Lampedusa, para que nada cambie. Porque a pesar de los buenos y píos propósitos con los que comenzamos el nuevo año, en el fondo sabemos que las cosas, aproximadamente, seguirán yendo igual, a trancas y barrancas. Nuestro paisaje seguirá siendo el mismo. Seguiremos, también, escribiendo nuestro último libro, que siempre es el primero, el mismo libro.

Lo mismo le sucede a Arnaldo Otegi: también su último mitin es el mitin de siempre, el mismo mitin, dentro o fuera del BEC de Barakaldo. Era esperable. ¿Quién esperaba grandes novedades? ¿Quién auguraba cambios que darían la vuelta a este país? No es sencillo cambiar de un año para otro, de un siglo para otro. No es fácil transformarse. Decir "no" a lo que sea (al vino joven, a las alubias con sus sacramentos o a la lucha armada) puede ser imposible, biológicamente impracticable para algunas naturalezas. Detenerse de pronto en el camino, echar la vista atrás y clavar luego la mirada en el suelo y decir "hasta aquí hemos llegado" es fácil de escribir, pero hacerlo es tarea de héroes como la agente de la Guardia Civil Alba Romero. Individuos de una pasta especial, de una madera escasa, inastillable.

Puede que no les diga nada, después de siete días de noticias, el nombre de la agente Alba Romero. Tras un año de lucha psicológica, física y burocrática, la agente Alba Romero conseguía la semana pasada que la Guardia Civil se la envainara (metafóricamente) y la readmitiese en el benemérito Cuerpo después de haberla declarado inútil por carecer de testículos. ¿Qué mejor argumento, en el país de la testiculina para todo, que el de la ausencia de testosterona para echar a la calle al primer transexual que pretendía entrar (o no salir) de la Guardia Civil? Hay que tener arrestos, verdaderamente, para pasar por lo que Alba Romero ha debido pasar. Primero la lucha sorda con su cuerpo, entre lo que el espejo le decía y lo que le decía la cabeza. Luego la lucha en el cuartel, sin cuartel, contra el machismo secular (más despiadado y más analfabeto entre los jóvenes que entre los veteranos, dice Alba Romero, y es seguro que sabe lo que dice). Más tarde, ya de baja del Cuerpo, la batalla de las salas de espera, la guerra del quirófano. Y por fin el despido solapado, el despido por huevos. Primero le declaran inútil para el servicio y después, como compensación, le ofrecen una baja por incapacidad con una paga superior a su sueldo. Y ahí hubiera acabado la historia, con un punto y final bien redondo si la agente Alba Romero no hubiese tenido madera de héroe, de auténtica heroína popular.

"Mi dignidad no se compra", les espetó a sus jefes cuando pretendieron quitársela de encima. Después de once años de servicio, la agente Alba Romero no estaba dispuesta a abandonar un trabajo por el que siente, jura, vocación verdadera. Hace un mes su nombre se publicaba en la lista de destinos del Boletín Oficial de la Guardia Civil. Por fin, la agente regresaba con su cuerpo, el verdadero cuerpo de su sexo, al Cuerpo benemérito. Entre el alubión de sucesos espeluznantes, turbios o simplemente desdichados que se nos viene encima cada día, la de Alba Romero es una historia real de valor y coraje y dignidad. Una historia realmente ejemplar.

Cambiarlo todo, sí, para que nada cambie. Así nos engañamos y así vamos dejando que nos engañen. No tenemos redaños para cambiar de trabajo (ese trabajo que odiamos a conciencia), ni de ciudad, ni siquiera de barrio o de casa. Mucho menos de patria o religión. Y, sin embargo, cambiar de casa o barrio o religión o patria es un juego de niños comparado con cambiarnos un cuerpo que, en el fondo, sabemos que no es nuestro. Dicen que hay 8000 compatriotas cuyo cuerpo discrepa de manera radical con su mente en lo tocante al sexo. Transexuales como la agente de la Guardia Civil Alba Romero. No podemos exigirles a todos actuaciones heroicas. Es más fácil, y más útil y justo, exigirle al ministro de Justicia que cumpla su promesa y saque pronto del armario esa Ley de Identidad de Género que permitirá a los transexuales cambiar su nombre y su sexo legal sin necesidad de pasar por el quirófano. Para la inmensa minoría transexual esa sencilla ley lo cambiaría todo.

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