Columna

Intolerancias

Hace algunos meses recuperé el contacto con una antigua amiga donostiarra, a la cual no había vuelto a ver desde los felices sesenta. La conversación fue muy cordial, hasta el momento en que aludiendo a mis artículos críticos hacia el PNV en la prensa vasca no pudo reprimirse y me espetó: "Antonio, ¿por qué eres del PP?". Para ella, como para tantos vascos influidos por el mundo abertzale, discrepar de Ibarretxe, y sobre todo manifestarlo públicamente, era signo inequívoco de alineamiento con Aznar y Rajoy. No tardó mucho en repetirse un episodio similar, esta vez en compañía de ...

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Hace algunos meses recuperé el contacto con una antigua amiga donostiarra, a la cual no había vuelto a ver desde los felices sesenta. La conversación fue muy cordial, hasta el momento en que aludiendo a mis artículos críticos hacia el PNV en la prensa vasca no pudo reprimirse y me espetó: "Antonio, ¿por qué eres del PP?". Para ella, como para tantos vascos influidos por el mundo abertzale, discrepar de Ibarretxe, y sobre todo manifestarlo públicamente, era signo inequívoco de alineamiento con Aznar y Rajoy. No tardó mucho en repetirse un episodio similar, esta vez en compañía de un profesor catalán, con ocasión del envío desde México de un paquete a un amigo común residente en Barcelona. Se me ocurrió escribir en las señas "Espanya" y mi acompañante comentó con ironía: "Lo que tienen que hacer los españolistas para disimular". Ya en 1996 el solo hecho de defender en un congreso de archiveros catalanes la devolución de papeles sin desmantelamiento del Archivo de Salamanca me convirtió, incluso para el corresponsal de este diario, en "historiador salmantino". En la reunión, un historiador barcelonés, buen amigo por otra parte, me había recibido con un expresivo saludo en catalán: "Antonio, yo creía que tu eras de izquierda".

Lo que cuenta en estos y en otros episodios similares no es la circunstancia personal, sino la facilidad con que el disentimiento respecto de la opinión común provoca en nuestro país la asignación del sambenito. De un lado y de otro, desde organizaciones políticas y en el orden privado desde individuos influidos por ella, demasiados ciudadanos de este país parecen empeñados en convalidar la afirmación de aquel fraile que ante el auge del pensamiento ilustrado y su exigencia de libertad, no dudó en proclamar que "la intolerancia es una ley fundamental de la nación española". O como expresara en versos modernistas don Ramón María del Valle Inclán: "Aquí no danzan amores griegos, en los jardines bajo los lauros; aquí las ninfas no hacen sus juegos, de cabalgatas con los centauros. Aquí no vuelan tras los ramajes, furtivos besos del Trianon. Con los ramajes de los boscajes, aquí hace hogueras la Inquisición".

La práctica de la intolerancia recorre la jerarquía de comportamientos y juicios, desde el nivel individual al debate político. En este caso con repercusiones más graves. No importa demasiado que la suerte de un crítico de libros sea con frecuencia ingrata si el afectado por sus observaciones, o peor aún, los intereses empresariales afectados en las previsiones de ventas, le arrojan a las tinieblas exteriores. Aunque como indicador de un ambiente intelectual, el hecho no sea despreciable. Cuenta mucho más que los grandes temas políticos y culturales sean abordados bajo el signo del maniqueísmo. Blanco contra negro, Dios y el diablo. El ejemplo más inmediato es la discusión sobre el proyecto de Estatuto catalán. Desde medios políticos e intelectuales catalanistas, socialistas catalanes incluidos, toda posición que no represente un apoyo explícito al proyecto de "nou Estatut", resulta menospreciada, cuando no recibe la etiqueta de españolista, e incluso de neofranquista. En la vertiente opuesta, como para darles la razón, el PP convierte en práctica política el "Santiago y cierra España", insistiendo en la unidad de la patria y en la lucha a muerte contra toda reforma. De un lado, se construye un proyecto político que margina la nación española; en el opuesto se niega como satánica la idea de que exista una nación catalana. Y con otros mimbres, análoga forma va adquiriendo el cesto de la oposición conservadora y eclesial a la reforma educativa, con lo cual la imprescindible racionalización del estudio de la religión como hecho religioso y como historia de las religiones, no como catequesis de un credo, va a pasar por desgracia a mejor vida.

El ambiente propicia, en consecuencia, los enfrentamientos y la vigencia de las opiniones consolidadas al servicio de intereses concretos, por falsas que sean, y aquí la conversión de la historia en tradición juega un papel destacado. Sobran esencias y "derechos históricos", si aspiramos a continuar el proceso de construcción de la libertad iniciado por aquella "Nación Española, que en el mes de mayo de 1808 juró su independencia", según proclamara poco después José Canga Argüelles.

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