Cartas al director

Desacuerdo porque sí

Es pena que Aitor Etxebarría (Desacuerdo, 5 de octubre), de Portugalete, no se haya atrevido en su respuesta a contarnos qué proporción de conciudadanos portugalujos (o de sus vecinos bilbaínos) conoce de veras y usa a diario el euskera. Ni se avenga tampoco a reconocer al servicio de qué voluntad de construcción nacional está el intento actual de normalizar esa lengua. Le es más cómodo acusarme de despreciar una lengua, como si tal cargo tuviera sentido, que ponerse a pensar por qué desprecio una particular política lingüística.

Si mi pecado fuera escribir desde una posición dom...

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Es pena que Aitor Etxebarría (Desacuerdo, 5 de octubre), de Portugalete, no se haya atrevido en su respuesta a contarnos qué proporción de conciudadanos portugalujos (o de sus vecinos bilbaínos) conoce de veras y usa a diario el euskera. Ni se avenga tampoco a reconocer al servicio de qué voluntad de construcción nacional está el intento actual de normalizar esa lengua. Le es más cómodo acusarme de despreciar una lengua, como si tal cargo tuviera sentido, que ponerse a pensar por qué desprecio una particular política lingüística.

Si mi pecado fuera escribir desde una posición dominante por servirme de un idioma mayoritario como el español, le aseguro a mi crítico que no me siento culpable de ello. Me lo legaron mis antepasados, como seguramente a él mismo, y es de uso común en mi comunidad lingüística y en la suya. ¿Por qué supone que la desigual expansión de las lenguas es una injusticia que hay que reparar? ¿Hasta cuándo la argucia de calificar al euskera de lengua minorizada, como si su postración se debiera sólo a que un enemigo (Franco) la disminuyó con saña, cuando es más bien una lengua minoritaria en virtud de factores estructurales bien fáciles de discernir?

Me reprocha valorar los idiomas desde una perspectiva utilitaria, es decir, como vehículos de comunicación. ¿Prefiere que los considere en su presunto valor intrínseco (léase: identitario), tal como hacen los nacionalistas, para que entonces sean los idiomas los sujetos de derechos y nosotros los cargados de deberes hacia los idiomas?

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En mi artículo yo no acudí a ningún cálculo de rentabilidad. Pero si a menos hablantes más se justifican unas políticas lingüísticas radicales, según nos enseña Etxebarría, ¿admitirá el absurdo de que la política "normalizadora" más incuestionable sería la de proteger y fomentar la lengua de un solo usuario? Aun en el caso de mayor número de hablantes, pero siempre bastante exiguo, ¿seguiría manteniendo la obligación de satisfacer esa demanda frente a necesidades colectivas tal vez más universales, graves o urgentes?

Quien trabaja como profesor de euskera no tiene fácil adentrarse en semejantes cuestiones, que podrían condenarle al aislamiento e incluso a la persecución por parte de los suyos. Pero tampoco debe pontificar acerca de eso que aún le toca aprender, o sea, de justicia lingüística.

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