Columna

Aparten de mí este cáliz

El debate sobre el incivismo en Barcelona se ha planteado en términos de tolerancia o represión. Está en el guión de la sociedad mediática la tendencia a simplificar los problemas reduciéndolo a dos posiciones fáciles de confrontar. El simplismo permite debates de brocha gorda que siempre son más fáciles de resumir en titulares y más ruidosos socialmente que meterse por los vericuetos del matiz, de los datos, de los contextos y de las causas. Además, conforme a los signos de los tiempos que corren, evidentemente el debate se ha inclinado a favor de la represión. A juzgar por lo que se dice, el...

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El debate sobre el incivismo en Barcelona se ha planteado en términos de tolerancia o represión. Está en el guión de la sociedad mediática la tendencia a simplificar los problemas reduciéndolo a dos posiciones fáciles de confrontar. El simplismo permite debates de brocha gorda que siempre son más fáciles de resumir en titulares y más ruidosos socialmente que meterse por los vericuetos del matiz, de los datos, de los contextos y de las causas. Además, conforme a los signos de los tiempos que corren, evidentemente el debate se ha inclinado a favor de la represión. A juzgar por lo que se dice, el aumento de las conductas incívicas en Barcelona sería imputable a un exceso de tolerancia, a un angelismo irresponsable, a una tendencia a dejar hacer por parte de las autoridades municipales a lo largo de los últimos veintitantos años. Esto se entiende perfectamente como discurso político de oposición, pero resulta insuficiente cuando aparece en artículos aparentemente de análisis y reflexión. Como nadie escapa a la presión de la ideología dominante, las propias autoridades municipales no quieren ser menos y prometen ordenanzas más estrictas y mayor rigor en su aplicación. Es un discurso que recuerda mucho al que todos hemos oído alguna vez como hijos y hemos pronunciado alguna vez como padres: "Hemos confiado en ti, creíamos que eras capaz de comportarte, pero ahora nos damos cuenta de que nos equivocamos, que teníamos que haberte dado un par de cachetes en el momento oportuno. A partir de ahora todo será de otra manera". Todos sabemos lo que duran estas amenazas.

La ley está para cumplirla, y es obligación de las autoridades legítimamente elegidas hacer que se cumpla. Evidentemente, si ha habido ligereza o dejación en esta obligación, la oposición tiene toda la razón en denunciarlo. Pero al mismo tiempo me parece lamentable que en este movimiento pendular de la ideología de pronto la tolerancia se convierta en una especie de causa de todos los males. Sólo sobre la tolerancia es posible una convivencia real -no de ficción- en cualquier sociedad, y mucho más en las sociedades complejas. Fue necesario que el espíritu de tolerancia -por tanto, de respeto mutuo y de reconocimiento del otro- se extendiera por la sociedad para poder construir unas reglas del juego que protegieran la libertad y aumentaran las opciones de cada uno, sacándonos de los universos cerrados en los que todos tenían un papel atribuido desde el momento de nacer. En cualquier conflicto social, lo que se pueda resolver por los mecanismos de la tolerancia siempre se resolverá mejor que por la represión y por la fuerza. Me parece preocupante la facilidad con que mucha gente que defendía estas ideas hace cuatro días se desliza por la pendiente del discurso del palo y el orden que es el último hit de la corrección política.

Sería fantástico que el problema del incivismo en Barcelona fuera sólo consecuencia de una gestión municipal irresponsable. Querría decir que bastaría cambiar a los gestores de la ciudad para que el problema se resolviera. Pero todo el mundo sabe, incluso los opositores aspirantes a gobernar Barcelona, que no es ni mucho menos tan sencillo. Y que lo de la mano dura es oportunismo y demagogia, como lo es el discurso alquilado a la extrema derecha de la tolerancia cero. Con estos discursos se pueden ganar unas elecciones o se puede maquillar una realidad, pero nunca reorientar el problema.

En Barcelona hay una crisis del consenso a partir del cual se desarrolló el modelo de ciudad actual. Pero esta crisis viene derivada de la evolución de la ciudad y de su proceso de inserción en la sociedad global que ha comportado una modificación sustancial de los actores sociales que comparten el espacio público y, a veces, disputan por él. La antigua clase obrera y las clases medias que a través de las organizaciones vecinales desempeñaron un papel decisivo en la construcción de la Barcelona actual ya no son lo que eran: mucho menos cohesionadas política y socialmente y muy sometidas a las presiones y desasosiegos de la sociedad del riesgo. Y el papel de las clases altas, hoy como ayer, sigue siendo perfectamente descriptible. Junto a estos protagonistas tradicionales ha aparecido una larga lista de nuevos actores que pisan, usan y gastan la ciudad. El turismo, antes de paso fugaz por Barcelona, ha alcanzado unas proporciones que obligan a preguntarse si realmente las zonas de la ciudad por las que circula tienen espacio y fuerza suficiente para aguantar tanta pegada. La inmigración ha crecido a un ritmo tan acelerado que hace muy difícil asumir las necesidades y problemas que plantea su presencia. Y entre los jóvenes -sometidos a graves problemas de precariedad laboral y carestía de la vivienda- aparecen grupos y tribus urbanas que en su búsqueda de reconocimiento a veces se saltan la ley y abusan a costa de los demás. Estos fenómenos son difícilmente imputables a negligencias de gestión política. Si el turismo viene masivamente es porque la ciudad ha ganado atractivo universal. Y sobre la inmigración se podría acusar a la Administración de falta de previsión en reformas, como la de Ciutat Vella, que se hizo sin pensar en este fenómeno. Aunque hay que preguntar, por elemental justicia, cuántos a finales de los ochenta imaginaban que hoy más de la mitad de la población de este barrio sería inmigrante.

Barcelona está de moda y algunos han acudido a ella porque ha corrido la voz de que es una ciudad abierta y permisiva, valores que en principio no deberían hacernos sonrojar. En vez de gozar de las oportunidades que Barcelona ofrece, unos cuantos se han dedicado a romper el juguete, y es cierto que en este momento Barcelona es un foco de atracción de algunos movimientos radicales. Las modas, por definición, son efímeras y es probable que la movida que ahora asusta se desplace pronto a otras ciudades. Pero estas modas responden a un cierto clima social, y Barcelona no tiene la exclusiva de una cultura que promete la satisfacción de cualquier placer al instante generando una espiral difícilmente domesticable que incentiva el deseo y sólo garantiza la frustración.

Los partidarios de la solución represiva prometen limpiar las calles de mendigos, de vendedores ambulantes, de gentes que duermen en las aceras e, incluso, de estatuas humanas y otros figurantes del paisaje turístico. Dicen también que en otras ciudades no ocurren estas cosas. No quiero entrar en cuestiones comparativas porque siempre me ha parecido que mal de muchos es consuelo de tontos, pero basta pasear alguna noche de viernes o sábado por el barrio de la Bastille o por Les Halles de París para ver que las cosas que ocurren aquí no son tan distintas. Y estas estatuas humanas que a algunos tanto perturban, hay centros culturales en Europa que las pagan para que animen sus plazas. Puede que por la vía represiva se consiga que durante una temporada desaparezcan de los barrios más visibles los que duermen por la calle, los que piden limosna, las prostitutas. Se habrán guardado las apariencias, pero no se habrá resuelto nada porque la miseria seguirá existiendo en la ciudad, porque los inmigrantes seguirán hacinados en pisos por los que pagan barbaridades, porque las mafias seguirán haciéndose de oro con las prostitutas, con los mendigos y con los propios inmigrantes. En el fondo lo que se está pidiendo es muy simple: aparten de mí este cáliz. Que sea lo que sea pero que yo no tenga que verlo.

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En el espacio público se juega la convivencia futura: hay plazas y parques en los que distintos grupos se atrincheran cada cual en su parcela, recelando de los demás y esperando que la chispa salte. Es esto lo que hay que romper, y para ello la mediación es más importante que la represión. Ninguna concesión al que se salta las reglas del juego, pero sabiendo distinguir al desesperado del aprovechado, al miserable del mafioso. Poca gente duerme en la calle por gusto.

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