Columna

Efectos perversos de la multiculturalidad

A la uniformización propia de las sociedades mediáticas de masa de la segunda mitad del siglo XX, han venido a sumarse las consecuencias homogeneizadoras de los procesos de globalización, que desde la economía y las finanzas se han extendido a otros ámbitos de la realidad. Era inevitable que esta situación se tradujera en la conciencia de una amenaza para la identidad política de los países y de fragilidad para la autonomía de la creación cultural, individual y colectiva. A lo que se reaccionó revindicando el derecho universal a la diferencia y el primado de la diversidad cultural en sus mú...

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A la uniformización propia de las sociedades mediáticas de masa de la segunda mitad del siglo XX, han venido a sumarse las consecuencias homogeneizadoras de los procesos de globalización, que desde la economía y las finanzas se han extendido a otros ámbitos de la realidad. Era inevitable que esta situación se tradujera en la conciencia de una amenaza para la identidad política de los países y de fragilidad para la autonomía de la creación cultural, individual y colectiva. A lo que se reaccionó revindicando el derecho universal a la diferencia y el primado de la diversidad cultural en sus múltiples manifestaciones desde la excepción cultural en la perspectiva de las políticas públicas hasta la condición intrínsecamente multicultural de los colectivos sociales. La afirmación de la multiculturalidad con sus exigencias particularistas es además simultánea del renacimiento del universalismo en su doble versión de los Derechos Humanos y del ideal republicano. Una vez más el viejo paradigma: lo particular versus lo universal en su polaridad antagónica como principio de organización de la realidad.

La generalización del fenómeno migratorio con sus aspectos positivos y sus dimensiones problemáticas ha supuesto una encarnación ejemplar de la coexistencia necesaria pero radicalmente antagónica de la que Reino Unido ha representado últimamente la versión más cumplida. En efecto, los 800.000 inmigrantes de 1951 a Gran Bretaña se convierten en tres millones 30 años después y superan los 4 millones, incluyendo la inmigración clandestina, a la par que el cielo británico se puebla de minaretes. El libro de Jeremy Paxman Los ingleses, retrato de un pueblo recoge la declaración de Zaki Badawi, presidente del Consejo de los Imanes y de las Mezquitas de Reino Unido, "de que no hay mejor lugar en el mundo que el Reino Unido para ser musulmán". Esta opinión tan positiva responde a la flexibilidad y tolerancia con que se acoge a los inmigrantes, a los que no se exige para devenir británicos ni el conocimiento del inglés ni la fidelidad a los valores e intereses del país al que se incorporan. Todo lo cual se refleja en los medios de comunicación donde abunda la presencia de periodistas y de presentadores originarios de la inmigración, así como en la representación de gentes procedentes del Sur en el Parlamento británico. Pero esta convivencia étnica y cultural tan pacífica y normalizada en la superficie se ve sacudida por factores negativos que problematizan su valoración, positiva y fragilizan su persistencia. En el mundo profesional, más del 80% de los trabajadores musulmanes perciben salarios inferiores a la media nacional y el desempleo en este colectivo es tres veces mayor al de los nacionales o europeos. Eso sin hablar de las abrumadoras cifras del fracaso escolar de los adolescentes hijos de inmigrantes que les condena a ocupar los niveles más bajos de la escala social. Pero además, los atentados del 7-J al reactivar los prejuicios contra el islam y al aumentar los poderes concedidos a la policía, de los cuales el más dramático es el permiso de tirar a matar, ha exacerbado las diferencias; la más obvia es el color de la piel.

La experiencia británica muestra que la diversidad cultural, es decir la afirmación múltiple y diferenciada de las culturas, dejadas a sí mismas, tiende a enquistarse en los colectivos de que emanan y acaba enfrentándolos entre sí y con el contexto en el que emergen, en la búsqueda para ellos necesaria, del soporte estatal y más aún del espacio público que cada uno reclama. Pues como ya advirtió Nathan Glazer en 1975 a propósito de la affirmative action en EE UU, el reconocimiento específico de los grupos radicaliza su voluntad de existencia y funciona más como creador que como reconocedor de su identidad. Por lo que el único modo de evitar el riesgo mayor de la fragmentación y las rivalidades generadas por la diversidad es su inscripción en lo que Dominique Schnapper llama una comunidad de ciudadanos solidarios, cuyo elemento fundador es la conciencia de su común pertenencia.

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