Crítica:

Irak, retrato de voces y calles

En los últimos años, la revista The New Yorker ha pasado de ser un referente de la vida literaria estadounidense a convertirse en una de las más sólidas fuentes de información sobre la enfermizamente secretista Administración de Bush -ese secretismo se debe seguramente a que desde la época de Nixon ha habido pocos gobiernos en Washington con tantas cosas que ocultar-. Es verdad que sigue siendo el lugar adecuado para leer la última narración de John Updike, pero también para encontrar noticias o reportajes. Este cambio se debe a su redactor jefe, David Remnick, y al fichaje de uno de lo...

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En los últimos años, la revista The New Yorker ha pasado de ser un referente de la vida literaria estadounidense a convertirse en una de las más sólidas fuentes de información sobre la enfermizamente secretista Administración de Bush -ese secretismo se debe seguramente a que desde la época de Nixon ha habido pocos gobiernos en Washington con tantas cosas que ocultar-. Es verdad que sigue siendo el lugar adecuado para leer la última narración de John Updike, pero también para encontrar noticias o reportajes. Este cambio se debe a su redactor jefe, David Remnick, y al fichaje de uno de los mejores periodistas de investigación de Estados Unidos, Seymour Hersh -que desveló en The New Yorker el escándalo de las torturas de Abu Ghraib-; pero también a la presencia en sus páginas de Jon Lee Anderson, un estupendo reportero de guerra.

LA CAÍDA DE BAGDAD

Jon Lee Anderson

Traducción de Jaime Zulaika

Anagrama. Barcelona, 2005

496 páginas. 24 euros

Veterano de los conflictos de Centroamérica y de muchas otras batallas, autor de una biografía del Che y de un libro sobre el mundo de las guerrillas, Anderson ha cubierto para esta revista las guerras posteriores al 11 de septiembre de 2001: Afganistán e Irak, con reportajes ilustrados con magníficas imágenes de Thomas Dworzak. Sus crónicas sobre esta invasión están en el origen de La caída de Bagdad, un libro que arranca en los meses anteriores a la reunión del trío de las Azores (Bush, Blair y Aznar) y que llega hasta la primera ofensiva contra Faluya de 2004; pero que también refleja los numerosos viajes que Anderson realizó a Irak bajo la dictadura de Sadam Husein y su profundo conocimiento de la historia de Oriente Próximo. Es un largo reportaje de casi 500 páginas que contiene mucha información, muchos relatos que se bifurcan, así como numerosos personajes, iraquíes anónimos cuyos retratos y palabras sirven para dibujar un país y una realidad desde la vida cotidiana.

Anderson relata el mundo de terror que se intuía bajo la satrapía de Sadam Husein -nadie hablaba abiertamente de la represión-, pero también describe a personajes cercanos al régimen; habla de las esperanzas de cambio así como del miedo a la guerra, a los bombardeos masivos durante las noches de conmoción y espanto; recuerda la tensión entre la prensa internacional, incluso el pánico, en los días previos a la ofensiva y describe la muerte de José Couso en el hotel Palestina, los saqueos y los ataques de la resistencia tras la invasión. Una situación que se entiende mucho mejor porque el reportero dedica muchas páginas a la rebelión contra la ocupación británica en los años veinte.

Pero ]]>La caída de Bagdad]]> es

uno de esos libros de actualidad sobre los que el lector tiene en todo momento la impresión de que permanecerán, es una obra a la que habrá que recurrir para comprender el desastre de la invasión de Irak. Pero es un reportaje puro, una sucesión de historias y personajes. Como dice el periodista británico que protagoniza El americano impasible, de Graham Greene, "sólo los editorialistas creen en Dios, yo soy un reportero". Anderson describe los hechos y el contexto en el que ocurren, siempre desde un punto de vista personal, y deja que el lector se forme sus propias creencias. Esta mezcla es la base de todo gran reportaje y La caída de Bagdad sin duda lo es.

Un grupo de 'marines' arrestan a varios hombres, en Faluya, en 2004.AP

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