Columna

Alimentación industrial

La prensa dice que el tipo lleva quince años empeñado en esta historia. Todd Wilbur ha invertido sus conocimientos de química y gastronomía en clonar las recetas secretas de la comida basura. Haber fabricado productos casi idénticos a las hamburguesas de McDonald, las galletas de Oreo, las pizzas de Pizza Hut o el pollo de Kentucky Fried Chiken son algunos de sus éxitos.

Todos identificamos en el sabor de esos productos algo característico y, muy posiblemente, todos sentimos el rencor de no poder reproducirlo en nuestra casa. Entiéndase, no se trata de profesar un ciego fervor por la ...

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La prensa dice que el tipo lleva quince años empeñado en esta historia. Todd Wilbur ha invertido sus conocimientos de química y gastronomía en clonar las recetas secretas de la comida basura. Haber fabricado productos casi idénticos a las hamburguesas de McDonald, las galletas de Oreo, las pizzas de Pizza Hut o el pollo de Kentucky Fried Chiken son algunos de sus éxitos.

Todos identificamos en el sabor de esos productos algo característico y, muy posiblemente, todos sentimos el rencor de no poder reproducirlo en nuestra casa. Entiéndase, no se trata de profesar un ciego fervor por la comida basura, pero sí de reconocer un resabio de intriga insatisfecha: me imagino que el tipo que fuera capaz de reproducir de forma absolutamente exacta el sabor, la textura y el burbujeo de la Coca-cola acabaría teniendo problemas legales, pero en el ínterin habría llegado a hacerse rico, tan rico que, como a todos los ricos, los problemas legales le importarían una higa.

Preveo que con el tiempo comeremos chipirones de caucho y besugos mareados de harina sintética

Es lamentable que Todd Wilbur sea americano y se interese, en consecuencia, por la castradora cultura gastronómica de su país. El tipo podría invertir mucho mejor sus energías, antes que desvelando el sabor de una hamburguesa McDonald, investigando, por ejemplo, el de las cigalas a la plancha. Por desgracia, la labor se nos antoja sobrehumana, ya que las patentes y las marcas registradas por la naturaleza son más difíciles de imitar que las registradas por las compañías norteamericanas.

Ahí está, como prueba fehaciente del fracaso, la experiencia de las gulas, ese sucedáneo que sabe a algo parecido, pero que no es lo mismo. Ahora, ante la caída de las capturas, una empresa conservera de Cantabria la ha emprendido con la anchoa, y busca fabricar con masa de pescado un producto similar. Preveo que con el tiempo comeremos chipirones de caucho y besugos mareados de harina sintética, pero, como siempre, no será lo mismo; nunca será lo mismo. Quizás las indagaciones de Wilbur sean más efectivas, y que en efecto sus pizzas sepan exactamente igual que las grasientas e incomibles pizzas de la marca Tal & Tal. Lo malo siempre es más fácil de imitar, como reconocen los jóvenes, casi siempre cuando ya han dejado de serlo.

Hoy día buena parte de nuestra insalubre dieta la componen pollos color cemento, salchichas sintéticas, alimentos congelados de la más variada especie pero del mismo e hipotético sabor.

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En una sociedad como la nuestra, que se dedica a esquilmar los recursos naturales y donde hasta la anchoa puede llegar a convertirse en un artículo de lujo, el futuro que nos espera, gastronómicamente hablando, resulta bastante insípido. Pero junto a los sabores hay otras consideraciones, de orden económico, que no son gratuitas. Es un lugar común ponderar las excelencias del pollo picasuelos (esos pollos alimentados sin prisas y con mimo en los caseríos) frente a los empalidecidos pollos de las granjas industriales, cebados con el pienso más barato y cuya misérrima vida se reduce a engordar durante veinte días antes de acabar en el supermercado. Lo que ocurre es que, a pesar de su pobreza gastronómica, no deja de ser cierto que el capitalismo ha sido capaz de generar una enorme y eficiente industria de alimentación, razonablemente controlada desde el punto de vista sanitario, y que hubiera sido imposible articular con sistemas tradicionales. De acuerdo, no puede compararse el sabor de un picasuelos con el de un pollo de granja, pero gracias a los pollos de granja la pechuga en filetes es accesible hoy a todo el mundo.

Queda una última constatación no menos melancólica. Ante este estado de cosas, ¿quiénes degustarán en el futuro los alimentos exquisitos? ¿quiénes seguirán comiendo sabrosos bogavantes y excelente carne de ternera?

Evidentemente, los fabricantes de pollos recauchutados o salchichas plastificadas, enriquecidos alimentando a los demás y disfrutando, en consecuencia, del derecho a abstenerse de los productos que fabrican. Porque el sistema nos alimenta, claro, pero eso no quiere decir que el sistema sea necesariamente perfecto.

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