Columna

Cochinillas

El fuego se come estos días las escasas manchas verdes que nos quedan a lo ancho y seco de la geografía hispana. Una vez más, como periódicamente ocurre, llegó el castigo bíblico a la tierra alegre y bulliciosa donde siempre brilla el sol de nuestros pecados. Sobre todo los pecados relacionados con las agresiones al medio ambiente; pecados que, en general, no se reconocen y, consecuentemente, tampoco se encuentra el propósito de la enmienda. Pero lo cierto ahora es que el sol turístico, que tanto adoran los nórdicos, caldea los guijarros y el cemento de las calzadas hasta extremos insoportable...

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El fuego se come estos días las escasas manchas verdes que nos quedan a lo ancho y seco de la geografía hispana. Una vez más, como periódicamente ocurre, llegó el castigo bíblico a la tierra alegre y bulliciosa donde siempre brilla el sol de nuestros pecados. Sobre todo los pecados relacionados con las agresiones al medio ambiente; pecados que, en general, no se reconocen y, consecuentemente, tampoco se encuentra el propósito de la enmienda. Pero lo cierto ahora es que el sol turístico, que tanto adoran los nórdicos, caldea los guijarros y el cemento de las calzadas hasta extremos insoportables. Y mientras el vecindario, sediento como Tántalo, compra el helado o espera la lluvia que no llega, las humildes cochinillas andan desconcertadas en busca de un huequecillo húmedo. Las cochinillas son científicamente crustáceos isópodos terrestres, algo que suena como a blasfemia para referirse a unos diminutos animalitos con alto valor ecológico. Amigas de humedades, en el País Valenciano las denominan de forma distinta según las comarcas: en L'Horta reciben el nombre de santantonis; por donde La Plana las bautizaron con el apelativo de ramonets. Miden adultas un par de centímetros y son de color gris oscuro. Cuando se les toca se hacen una bola. Popularmente siempre tuvieron mala prensa, y se utilizaron contra ellas los polvos venenosos o la escoba cuando aparecían en la casa o el corral. El cemento, el asfalto y la construcción vertical están haciendo cada vez más extraña la presencia de cochinillas. Hay que descubrirlas en el campo cuando la tierra está húmeda y el suelo no es un secarral.

En el territorio valenciano, de lluvias irregulares y humedales que se aterran, las cochinillas encuentran su oasis propio o paraíso, donde se reproducen a millares de forma casi milagrosa, en el montón de estiércol -compost se denomina en otras latitudes- en el que algunos vecinos reciclan los desechos vegetales y restos orgánicos de sus cocinas, produciendo abono natural para sus huertecillas o jardines en vez de basura para el polémico vertedero. La basura orgánica, para que fermente, ha de estar siempre húmeda que no mojada. Y ahí acuden los crustáceos isópodos terrestres, y realizan una tarea de reciclaje mayor que la que realizan las conocidas lombrices californianas. Verlas convertir los desechos en abono natural es todo un espectáculo si se observan al atardecer de uno de estos días tan calurosos.

Y mientras uno contempla el ir y venir incesante y febril de centenares de cochinillas, le llegan los ecos de las declaraciones de la ministra Cristina Narbona en la Conferencia Sectorial de Medio Ambiente en Madrid. La radio permite a un tiempo observar el trabajo de las cochinillas y escuchar la voz de la ministra que habla de urbanizaciones excesivas e indeseables en el litoral costero hispano, y por ende y de forma grave en el valenciano; que habla sobre que se han cometido irregularidades y que hay que proteger las zonas costeras, y que el Estado -es decir todos-, va a intentar en un programa especial comprar terrenos junto al mar para protegerlos y evitar tanto cemento y ladrillo que ahuyentan a las cochinillas. Esos humildes crustáceos a quienes tanta gente mira con desdén, perdieron ya muchos humedales valencianos costeros, que fueron pasto del negocio especulativo más que otra cosa; terrenos convertidos en secarrales sin ética, sin estética y sin agua. A lo mejor todavía llega la ministra y salva lo que queda por salvar. Las cochinillas autóctonas valencianas le estarían eternamente agradecidas.

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