Columna

Intolerancia

La aprobación de la ley sobre el matrimonio entre homosexuales vuelve a poner sobre el tapete el tema de las consecuencias de un pasado nacionalcatólico sobre la mentalidad de los españoles. Extraña tanto la visceralidad de la respuesta procedente de una derecha que llamaríamos clerical, como la aceptación casi unánime por la mayoría de los demócratas, sin mayores problemas, de una reforma de tanto calado, que incluye el derecho de adopción. En un país laico como Francia la cuestión ha suscitado opiniones muy diversas, que no encajan con la clara divisoria izquierda laica versus derecha...

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La aprobación de la ley sobre el matrimonio entre homosexuales vuelve a poner sobre el tapete el tema de las consecuencias de un pasado nacionalcatólico sobre la mentalidad de los españoles. Extraña tanto la visceralidad de la respuesta procedente de una derecha que llamaríamos clerical, como la aceptación casi unánime por la mayoría de los demócratas, sin mayores problemas, de una reforma de tanto calado, que incluye el derecho de adopción. En un país laico como Francia la cuestión ha suscitado opiniones muy diversas, que no encajan con la clara divisoria izquierda laica versus derecha clerical observable en España.

Casi al mismo tiempo, y de forma más discreta, entra en vigor otra reforma legal que viene a agilizar de modo definitivo los trámites del divorcio, por fortuna sin el enfrentamiento registrado en el caso anterior. Hasta la década de 1980, fue el punto en que los efectos de la moral tradicional ejercieron un mayor peso sobre la vida de los españoles, y tal vez uno de los factores que contribuyó al distanciamiento observable en las últimas décadas entre la adscripción administrativa mayoritaria al catolicismo y una clara deriva hacia comportamientos y sistema de valores laicos. Cualquiera podía estrellarse literalmente contra la Iglesia al fracasar un matrimonio y comprobar de paso el desfasado baremo que aquélla aplicaba a los distintos aspectos de la vida del país. Mi propia experiencia personal en un proceso de anulación fallido puede servir de un ejemplo entre muchos. Una vez constatada por el tribunal la solidez del argumento en que se basaba la petición -rechazo del sacramento-, la petición fue desestimada apoyándose en que yo escribía entonces en Triunfo, lo cual me marcaba como tipo encerrado en "el molde de piedra de su ideología", dotado de "una ira pálida, o por mejor decir, de una ira roja", siendo en consecuencia un auténtico "psicópata moral", según López Ibor, y cosas aun peores. Así que de nulidad, nada. Otros procesos en que me vi implicado como testigo confirmaban esa impresión de que la acción de control eclesiástica llevaba a auténticas aberraciones, con un signo reaccionario en nada acorde con el cambio registrado en la sociedad española. La intolerancia reinaba sin otro límite que la imposibilidad de restaurar una saludable Inquisición.

Aunque en la era Ratzinger nada de eso pueda esperarse, la magnitud del despropósito haría aconsejable que la Iglesia, antes de lanzarse a ejercer un magisterio orientado al enfrentamiento con el Estado, asumiera su propia responsabilidad histórica. De otro modo, su actuación carece de legitimidad y además se encuentra condenada al fracaso, salvo si lo que pretende es reforzar el ala dura del PP. Desde supuestos conservadores, el matrimonio entre homosexuales resulta lógicamente cuestionable, pero en modo alguno puede decirse que afecta al tradicional, que permanece en los mismos términos que antes. Y si hay un movimiento en tijera, que ha conferido un tinte de radicalismo a las transgresiones sexuales, cúlpense a sí mismos quienes antes jugaron sólo la baza de la represión. No es Almodóvar quien ha dado un vuelco al sistema de valores; son éstos los que encuentran en sus relatos un eficaz vehículo de expresión. Por lo demás, la fórmula es simple: si creemos en la igualdad ante la ley, ningún heterosexual tiene derecho a proponer o a defender la menor discriminación jurídica contra gays o lesbianas. Es cuestión de democracia, según ha explicado Zapatero en el Congreso.

Y por lo visto y leído en el enjambre de críticas, cuestión de superar la intolerancia. Las religiones son muy respetables, siempre que se atengan sus portavoces a un estricto respeto del orden constitucional. Sólo que aquí han atendido antes al Vaticano que a la ley fundamental, y por ello han de ser criticadas, sobre todo cuando determinados planteamientos ponen en peligro el clima de convivencia. La observación resulta válida asimismo para el integrismo islamista. También en este caso el rechazo a servirse de la razón para analizar las malformaciones del fenómeno religioso -recordemos en estas páginas quienes han afirmado que el 11-M no tiene que ver con Al Qaeda o trazan cortinas de humo sobre el riesgo que entraña la reciente elección presidencial en Irán- sólo sirve para alentar el uso de la violencia.

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