Tribuna:

Aquellos tiempos imperiales

Los hechos, bien establecidos desde hace tiempo por historiadores especializados, no armenios ni turcos, con un grado razonable de imparcialidad, son los siguientes: a comienzos de la Primera Guerra Mundial, activistas de organizaciones nacionalistas armenias como Dashnak y Hunçak, organizaron nutridos grupos de voluntarios para ayudar a las tropas rusas que atacarían en el frente oriental del Imperio Otomano. En el sureste de Anatolia, la guerrilla armenia hostigó las líneas otomanas de comunicación. El objetivo último era la creación de un Estado independiente apoyado por los rusos en el ext...

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Los hechos, bien establecidos desde hace tiempo por historiadores especializados, no armenios ni turcos, con un grado razonable de imparcialidad, son los siguientes: a comienzos de la Primera Guerra Mundial, activistas de organizaciones nacionalistas armenias como Dashnak y Hunçak, organizaron nutridos grupos de voluntarios para ayudar a las tropas rusas que atacarían en el frente oriental del Imperio Otomano. En el sureste de Anatolia, la guerrilla armenia hostigó las líneas otomanas de comunicación. El objetivo último era la creación de un Estado independiente apoyado por los rusos en el extremo oriental de Anatolia.

Finalmente, en abril de 1915 estalló una revuelta armenia en la zona de Van, y allí se organizó la efímera república independiente, donde la población musulmana fue masacrada. Las autoridades otomanas entendieron que se enfrentaban a una insurrección generalizada; no era la primera vez que los rusos ayudaban a la organización de guerrillas armenias, como había sucedido en 1878. Tampoco éstos eran los protagonistas exclusivos de tales acciones: todos los pueblos cristianos del imperio, comenzando por los serbios y los griegos, y terminando por los búlgaros, habían llevado a cabo insurrecciones similares desde 1804, buscando el clásico efecto acción-reacción que desarrollarían doctrinariamente los movimientos de liberación nacional anticoloniales y marxistas a partir de 1945. En 1915, las autoridades otomanas decidieron deportar a sectores importantes de la población armenia hacia el valle de Éufrates. El resultado de tal operación fue la masacre de un número indeterminado de víctimas: no son las 200.000 que sostienen algunos historiadores turcos, ni el millón y medio que reclaman los armenios. Un cómputo más razonable pero igualmente elevado estima que fueron entre 600.000 y 800.000 las víctimas civiles del operativo.

Hasta aquí lo establecido. Pero quedan muchas dudas que mantienen caliente el debate. Por ejemplo: hasta qué punto la operación fue organizada por el Gobierno otomano de la época, con la intención de liquidar completamente a la población armenia del imperio. Tal extremo no se ha podido dilucidar: faltan pruebas documentales. Al parecer, la operación no estaba programada, al menos desde el comienzo, como una "solución final"; pero ante las matanzas, las autoridades miraron hacia otro lado, como demuestran las infructuosas intervenciones humanitarias de los embajadores alemán y austriaco de la época.

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Posteriormente se dijo que Hitler había considerado las masacres de armenios cuando se diseñó la "solución final" de las poblaciones judías a partir de 1941. Pero no se menciona tan a menudo que el dictador nazi contó con otra fuente de inspiración más: las matanzas de población bóer en África del Sur, cuyos responsables fueron las autoridades británicas, en 1901. En realidad, las tropas británicas organizaron allí una estrategia contra insurgente similar a la puesta en marcha por los otomanos en Anatolia catorce años más tarde. Las zonas de operaciones fueron arrasadas para dificultar las acciones de la guerrilla: casas de campo y cosechas, quemadas; ganado ahuyentado, y la población civil, incluyendo mujeres y niños, internados masivamente en campos de concentración insalubres. Allí, la desatención y un sinfín de enfermedades arrasaron con los detenidos. Ésa fue la primera masacre genocida del siglo XX, que en su tiempo dio lugar una oleada de odio internacional contra Gran Bretaña. Hitler conocía también el genocidio del pueblo herero cometido por los alemanes en 1904 en su colonia del suroeste africano, hoy Namibia; pero no consideró tal precedente porque no se trataba de población blanca y de hecho es improbable que nadie vaya a pedir disculpas por ello.

Durante muchos años, Francia bloqueó el acceso de Gran Bretaña a la CEE. ¿Le recriminó De Gaulle a los ingleses que su Gobierno no hubiera emitido una disculpa formal por lo ocurrido en la guerra de los bóers? En ese caso, la respuesta británica hubiera sido, quizás, que París debería disculparse antes por las masacres que arrancaron de Sétif, en 1945 y continuaron después a lo largo de toda la guerra de Argelia. Tampoco a los españoles se nos echó en cara que durante el desembarco de Alhucemas en 1925 se hubiera utilizado gas tóxico -remanente alemán de la Primera Guerra Mundial- contra los rifeños; o las polémicas operaciones contrainsurgentes de Weyler en Cuba. Y suma y sigue: la lista de las muy europeas masacres es apabullante y viene asociada a una época en que casi todas las potencias gobernaban sus propios imperios basándose en las teorías al uso de superioridad racial.

En realidad, los europeos tienen tantas vergüenzas históricas sobre su conciencia que si las hubieran utilizado políticamente unos contra los otros, nunca hubieran logrado el espíritu de reconciliación que llevó a la creación de la Comunidad Económica Europea tras la Segunda Guerra Mundial. Y ése fue precisamente el quid de la cuestión: el recurso a la manipulación política de las deudas históricas -una práctica que hoy ya sólo forma parte de la política balcánica y similares- había contribuido al fracaso de la paz, tras la Primera Guerra Mundial.

Entiéndase de forma bien clara: no se trata de olvidar ni justificar o ahorrar en reparaciones, sino de evitar en lo posible el tan oportunista recurso de utilizar la historia como tarta en la cara del otro. El bombo y platillo que se le ha dado este año al aniversario de las masacres de población armenia está directamente relacionado con el debate sobre la integración de Turquía en la UE y con la campaña francesa del no a la Constitución europea y forma parte de la operación para afear la imagen de ese candidato. La cuestión real de fondo no es lo ocurrido en 1915, sino ponerle trabas "no oficiales" al Gobierno de Ankara con exigencias que en su momento no se le presentaron a ningún otro candidato. Y como es habitual en estas prácticas, las santas indignaciones silencian lo que no interesa. Porque es cierto que las autoridades otomanas fueron las autoras del plan de deportación de 1915; pero también lo es que las matanzas y abusos contra esos deportados armenios fueron cometidas en buena medida por la población kurda de las regiones orientales de Anatolia. Por supuesto, el momento internacional no es el más adecuado para sacar un asunto tan políticamente delicado a colación; pero cuando se debate sobre estos temas hay que estar a las duras y las maduras. De la misma forma que si la cristiana y europea Armenia opta algún día a la UE, no podrá hacerlo sin la previa integración turca. Así son las cosas en el siglo XXI.

En realidad, otros son los problemas reales que deberán resolverse para dilucidar si Turquía merece entrar en la UE. Para los países que ya son socios es también la oportunidad de hacer un oportuno examen de conciencia sobre la Europa que ya tenemos, en la cual persiste ese tufillo cripto racista tan inquietante. Miremos hacia el norte cristiano: allí, la reciente integración de los países bálticos se ha realizado sin asegurar las necesarias garantías hacia las minorías étnicas. Y sólo en Letonia, el 42% de la población, de origen ruso, no posee todavía los derechos civiles que Bruselas considera normales y necesarios. O sea que por primera vez en su historia, a la UE se le ha colado un socio que practica algo parecido al apartheid, asunto sobre el que se pasa de puntillas. Pero eso es precisamente un escándalo: el tipo de problema real y actual que debe ser solucionado sin esperar a que se convierta en una deuda histórica imposible de cobrar.

Francisco Veiga es profesor de Historia de Europa oriental y Turquía en la Universidad Autónoma de Barcelona y autor de La trampa balcánica y de Slobo. Una biografía no autorizada de Slobodan Milosevic.

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