Tribuna:

El valor de la igualdad

Cualquiera que en el futuro se proponga estudiar la realidad social de la España de 2005 se encontrará con un número ingente de manifestaciones homófobas. La justa decisión del gobierno socialista de promulgar el matrimonio civil para personas del mismo sexo ha despertado recelos, inquinas e incluso un discurso del odio dirigido a la población de lesbianas y gays. Entre las declaraciones más oprobiosas destaca, por su contenido despreciativo y la violencia que encierra, las vertidas por el arzobispo Ricard Maria Carles en las que sostiene que anteponer la ley a la conciencia conduce a Auschwit...

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Cualquiera que en el futuro se proponga estudiar la realidad social de la España de 2005 se encontrará con un número ingente de manifestaciones homófobas. La justa decisión del gobierno socialista de promulgar el matrimonio civil para personas del mismo sexo ha despertado recelos, inquinas e incluso un discurso del odio dirigido a la población de lesbianas y gays. Entre las declaraciones más oprobiosas destaca, por su contenido despreciativo y la violencia que encierra, las vertidas por el arzobispo Ricard Maria Carles en las que sostiene que anteponer la ley a la conciencia conduce a Auschwitz. Le recomiendo al purpurado que lea el testimonio personal del libro de Pierre Seel, deportado homosexual en el que este ciudadano francés relata su calvario bajo los nazis. Los SS le detuvieron por su orientación sexual y le sometieron a todo tipo de torturas: arrancarle las uñas, violarle con reglas hasta perforarle los intestinos, y en el paroxismo del horror, forzarle a presenciar cómo su compañero sentimental, desnudo, era devorado por perros azuzados por los guardianes nazis. Después de la guerra Pierre Seel vivió otro tipo de calvario: el de la vergüenza avalada por una sociedad excluyente que niega los mismos derechos a la población homosexual

En la mayoría de las declaraciones beligerantes contra gays y lesbianas hay una carga de injuria considerable. En unos casos directa, y en otras más sutil, pero igualmente dañina. Así, de la misma manera que a principios del siglo XX los machistas se hacían pasar por víctimas mientras demonizaban a las mujeres como harpías insaciables para negarles el derecho al sufragio y la igualdad laboral, ahora dicen sentirse agredidos por el inexistente lobby gay para disfrazar su odio visceral a los homosexuales. Bajo un falaz "yo no tengo nada en contra de los homosexuales", afirmado, entre otros, por el matrimonio canónico Aznar-Botella, apenas consiguen ocultar su condición de lobos con piel de cordero.

La virulenta incitación a la discriminación y a la violencia contra los ciudadanos que aman a personas del mismo sexo responde a una larga homofobia estructural. Y no me refiero sólo a todo ese conjunto de insultos, de burlas, de mofa y escarnio presentes en el lenguaje cotidiano ("maricón de mierda", "tarados", "enfermos", "vete a tomar por culo", "camioneras"...), sino también a quienes se oponen a que una pareja del mismo sexo pueda ser considerada matrimonio en aras de una interpretación de la historia inmovilista y torticera. La figura del matrimonio, para muchos ciudadanos, conlleva un marchamo de respetabilidad, ¿por qué entonces mantener este privilegio sólo para los heterosexuales?

Esta resistencia, expresada en estas páginas por algunos doctos profesores de universidad, presupone una solapada pero en el fondo flagrante desigualdad: según este presupuesto las relaciones heterosexuales serían superiores y aquéllas que regulan el amor y la convivencia entre dos hombres o entre dos mujeres serían vistas, en cambio, como inferiores, subalternas y degradadas. No me extraña esta manifestación de homofobia académica cuando durante años no han querido investigar pasajes de nuestra historia reciente tan significativos como la implantación en 1970 de la nefasta Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social por la que el franquismo, con la complicidad tácita de muchos sectores sociales, castigaba con cárcel la práctica de "actos homosexuales" por considerarlos peligrosos.

La homofobia, en sus distintas formas, ha anidado en la familia y en la escuela y en el comportamiento de algunos maestros, padres y madres que alientan el orden establecido. Pocos se atreven a pararla para no desentonar con el pensamiento hegemónico. De ahí que todavía sea un acto de verdadera valentía, que cotidianamente ponen de manifiesto lesbianas y gays, salir a la calle con la frente bien alta, sin tapujos, sin ocultarse.

La Iglesia es dada a la duplicidad, a la doble moral, a la hipocresía, y en esto la derecha atávica española, y algunos representantes de la izquierda, les respaldan. Y por eso les disgusta, hasta llegar a postulados inquisitoriales, el matrimonio civil entre homosexuales, porque se trata de dar visibilidad, de sacar a la luz, una situación de injusticia.

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La homofobia se alimenta sobre todo de prejuicios, de miedos infundados y de ignorancia. El desconocimiento que existe en la sociedad española sobre la realidad homosexual es todavía hoy impresionante: no basta con algunos personajes homo en algunas series de televisión, que ofrecen por lo general una visión grotesca y deformada.

¿Qué se sabe de las injurias homófobas entre adolescentes? ¿Qué de la ocultación de la homosexualidad en el mundo de las fábricas o de la empresa? ¿Qué de lo que significa ser viejo y homosexual? Toda esta invisibilidad fomenta el desprecio. Y ahora, por fin, con un tono moderado, el gobierno de Zapatero está tratando de dignificar a los excluidos a lo largo de décadas de represión y de ignominia, dando un paso adelante a favor de la igualdad legal, que ha de proseguir en el ámbito educativo y cultural hasta lograr la igualdad social.

Juan Vicente Aliaga es profesor de Bellas Artes de la Universidad Politécnica de Valencia.

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