Columna

Europa no está en el Atlántico

Tony Judt, prestigioso historiador y director del Instituto Remarque, de la Universidad de Nueva York, publicó en febrero en la New York Review of Books un artículo, 'Europe vs. America', en el que, apoyado en los últimos libros de Reid, Rifkin y Garton Ash, sostiene que la comunidad mundial, desarticulada por la dilución de las identidades colectivas y por el desmoronamiento de todas las fronteras, consecuencia de la globalización, exige la creación de nuevos vínculos entre personas y grupos y de nuevas estructuras entre países, Estados y pueblos, si queremos alumbrar una conviv...

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Tony Judt, prestigioso historiador y director del Instituto Remarque, de la Universidad de Nueva York, publicó en febrero en la New York Review of Books un artículo, 'Europe vs. America', en el que, apoyado en los últimos libros de Reid, Rifkin y Garton Ash, sostiene que la comunidad mundial, desarticulada por la dilución de las identidades colectivas y por el desmoronamiento de todas las fronteras, consecuencia de la globalización, exige la creación de nuevos vínculos entre personas y grupos y de nuevas estructuras entre países, Estados y pueblos, si queremos alumbrar una convivencia internacional estabilizada y armónica. A dicho fin, la asociación entre Europa y Estados Unidos que presentan como una Nueva Alianza Atlántica y la reivindicación del ideario occidental les parecen capitales. Tanto más cuanto que el sentido de la relación entre ambos se ha invertido y hoy los europeos no se sienten destinados a repetir años más tarde lo que EE UU ha experimentado años antes. El paradigma teórico del desarrollismo que dominó las últimas décadas del siglo pasado -desarrollo económico, político, cultural, etcétera-, basado en la superioridad de la civilización norteamericana, que todas las demás deben reproducir, tiene cada vez más debeladores incluso en las propias filas de la academia estadounidense.

Comenzando por la evaluación de ambas realidades en las que tanto Reid en Los Estados Unidos de Europa como Rifkin en El sueño europeo sitúan hoy a Europa claramente por encima de Norteamérica. Y así la productividad en la mayoría de los países de Europa Occidental es superior a la de los Estados Unidos y las inversiones europeas en USA superan en casi el 40% a las americanas en Europa, lo que explica que cada vez existan más empresas estadounidenses controladas por capital europeo. La rentabilidad social de las inversiones en educación y sanidad es claramente inferior a la europea, con la consecuencia de que 45 millones de personas no tienen cobertura sanitaria alguna, de que la mortalidad infantil es el doble que en Suecia y de que la esperanza de vida en USA es menor que la europea occidental. Lo que coincide con sus niveles de pobreza: 20% de su población frente al 12% de la italiana. Desde una perspectiva global, Norteamérica, con el 5% de la población mundial, es responsable del 25% de la polución atmosférica total y su hostilidad a Kioto prueba que no tiene intención de cambiar. En cuanto a su contribución a la ayuda al desarrollo, ha ido disminuyendo hasta situarse en menos de la tercera parte de la de Europa. Todo lo cual invalida la apuesta europea por un triunfante modelo occidental basado en el capitalismo tardío norteamericano, cuando éste ha dejado de triunfar, aunque dejando absolutamente en pie la cuestión fundamental de su relación.

¿Puede decirse que los dos grandes componentes occidentales, EE UU y UE, siguen convergiendo en sus principios y valores y por tanto para realizarse plenamente tienen que entrar en una asociación que cancele sus diferencias y la convierta en una unidad cada día más estrecha? O al contrario, ¿las divergencias y antagonismos de más en más afirmados e intensos aconsejan una conjunción que, lejos de anularlos, los reivindique en su especificidad e intente asumirlos en la convivencia de un proyecto común? Bush, al convertir en agresivas caricaturas algunas de las tendencias básicas del credo norteamericano, antónimas de las europeas -el fundamentalismo religioso, la adicción al uso de las armas personales, la mitificación del beneficio y del éxito, la pudibundez, la exaltación del individualismo que exige la criminalización de cualquier comportamiento radicalmente divergente, el evangelio de la guerra-, subraya la dificultad de olvidarse de lo que separa la opción europea de la norteamericana. Por ello, cuando los autores citados, y en especial Garton Ash en su último libro, Free world, nos proponen de la mano de Blair, y en sus mismos términos euroatlánticos, seguir uncidos al carro del Departamento de Estado y a los valores que, en detrimento de la identidad europea, podamos tener en común, se equivocan no sólo como europeos, sino también como occidentales. Por lo mismo, tiene razón Habermas cuando insiste en que sólo desde las diferencias europeas puede construirse la identidad de Europa, pues la confusión axiológica y los consensos blandos acaban siempre en la impotencia. Y Europa sólo existe gracias a su potencia asertiva.

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