Columna

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El anciano vive junto a la tundra, en una ciudad diseñada por los geógrafos de Stalin. Frío, distancia, ferrocarriles lentos y oscuros. Todo en la región es llano, también la muerte. La casa es de madera; él lleva allí veinte años; vino con su hijo cuando su hijo fue destinado cerca del círculo polar ártico, allende los Urales. El hijo es militar, luego se fue al oeste, le dijo que le acompañara. Pero el anciano prefirió quedarse allí. Más viudo y sólo que nunca, más él, dentro de sí, perplejo. Cerca de una paz de hielo. El hijo insistió, incluso la nuera, pero ni uno ni la otra, ni tampoco lo...

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El anciano vive junto a la tundra, en una ciudad diseñada por los geógrafos de Stalin. Frío, distancia, ferrocarriles lentos y oscuros. Todo en la región es llano, también la muerte. La casa es de madera; él lleva allí veinte años; vino con su hijo cuando su hijo fue destinado cerca del círculo polar ártico, allende los Urales. El hijo es militar, luego se fue al oeste, le dijo que le acompañara. Pero el anciano prefirió quedarse allí. Más viudo y sólo que nunca, más él, dentro de sí, perplejo. Cerca de una paz de hielo. El hijo insistió, incluso la nuera, pero ni uno ni la otra, ni tampoco los nietos, fueron capaces de alterar su plan. Para entonces el anciano ya había resuelto morir entre la nieve blanca y el cielo de Siberia. En una desnudez primitiva, invencible. Entre un gozo raro que es un dolor indoloro.

El anciano allí perdura. Con su pensión pequeña, con su idioma ruso aprendido hace tantos años, con sus sombras. Y con la imagen de un barco, a la que retorna cada día. Un barco que sale de un puerto español, y entonces el anciano también vuelve a lo que sucedió antes del viaje: las banderas tricolores, sus padres muertos; sus pocos años, un campo verde, una niña que le gustó, un río, una fábrica, una piedra de cuarzo que encontró en el monte, un país que siempre supo que era el suyo. Aunque tuvo que abandonarlo con apenas nueve años. Era un niño rosado y moreno entonces, ahora es un viejo muy pálido y silencioso. Dentro de pocos días le llegará una carta a sus confines del mundo y de sí mismo. Una carta y un reconocimiento, ya no esperado, de su lejana patria. Una pensión, una credencial para el niño de la guerra. Tanto tiempo después, y también a casi treinta años del final del régimen aciago, le alcanza una carta de amigo desde el consulado de España. Un gobierno que quiere honrar la memoria de los vencidos, tanto tiempo secuestrada, le dice así que él es uno de los nuestros. Por español, cierto, pero sobre todo por haber sufrido la injusticia, por haber tenido que vivir tan lejos, tan desgarrado. Y el anciano empieza a volver.

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