Columna

La niebla

Casi treinta años después de la muerte de Franco, setenta desde la guerra civil y ciento treinta desde la última guerra carlista sucede que España continúa envuelta en la bruma obscena de la secesión y el fanatismo. Demasiado tiempo, demasiada aversión, demasiadas falacias. Creíamos, ingenuos, que la culpa de este desencuentro, tan extraño en nuestro entorno latino, iba a morir con la puesta en marcha del estado de las autonomías, tan razonable y pactado, tan solidario y novedoso, pero se ve que no. Y lo que era constitucional punto de encuentro entre jacobinos y centrífugos amaga ahora en con...

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Casi treinta años después de la muerte de Franco, setenta desde la guerra civil y ciento treinta desde la última guerra carlista sucede que España continúa envuelta en la bruma obscena de la secesión y el fanatismo. Demasiado tiempo, demasiada aversión, demasiadas falacias. Creíamos, ingenuos, que la culpa de este desencuentro, tan extraño en nuestro entorno latino, iba a morir con la puesta en marcha del estado de las autonomías, tan razonable y pactado, tan solidario y novedoso, pero se ve que no. Y lo que era constitucional punto de encuentro entre jacobinos y centrífugos amaga ahora en convertirse en tránsito irresponsable hacia la ruptura del estado. Ruptura por la que ya trabajan Ibarretxe y los suyos, equipados de advertencias ("es un camino irreversible", aducen); y ruptura que corean desde la ERC.

¿Qué hacer? Cumplir la ley, como es natural en un estado democrático. Y volver a recordar lo obvio: que la soberanía no es divisible por territorios; que la autonomía vasca emana directamente de la Constitución; que el plan Ibarretxe se aprobó con tres votos proetarras; que España existe desde hace más de quinientos años; que la cultura y la libertad nos unen; que también somos americanos y, en fin, que una prometedora dimensión europea nos implica cada día más, y para bien.

Pero luego vuelve la desazón ante la insaciable insistencia identitaria. Vuelve la indignación y la fatiga ante los discursos excluyentes. Ante las voces de quienes llaman fascistas o rancios a los que se limitan a recordar el marco legal. Y ya en medio de la indignación, y porque este juego es pendular y aburridamente eterno, repunta la esperanza. La plena convicción de que no se va a destruir la convivencia y de que aquí no habrá Balcanes ni nada remotamente parecido. Vuelve la confianza en los ciudadanos (y en su bienestar, que tanto manda), y también en los políticos que representan a la inmensa mayoría de los españoles. La sangre no llegará al río, pero seguiremos envueltos en esta niebla soez, que amamanta y esteriliza a un tiempo.

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