EL DEBATE SOBRE LA REFORMA DEL ESTATUTO VASCO

Galgos y podencos

Tras la aprobación el pasado día 30 por mayoría absoluta en el Parlamento de Vitoria -gracias a tres votos manchados de sangre depositados por el brazo político de ETA- del nuevo Estatuto Político vasco, que será enviado a las Cortes como proposición de ley, Gobierno y oposición estudian la manera de afrontar ese desafío. La sedicente reforma del Estatuto de Gernika -impulsada por la alianza del nacionalismo institucional y los representantes parlamentarios de la banda terrorista- modifica de arriba abajo la Constitución, diseña un modelo confederal de Estado y establece el marco jurídico para...

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Tras la aprobación el pasado día 30 por mayoría absoluta en el Parlamento de Vitoria -gracias a tres votos manchados de sangre depositados por el brazo político de ETA- del nuevo Estatuto Político vasco, que será enviado a las Cortes como proposición de ley, Gobierno y oposición estudian la manera de afrontar ese desafío. La sedicente reforma del Estatuto de Gernika -impulsada por la alianza del nacionalismo institucional y los representantes parlamentarios de la banda terrorista- modifica de arriba abajo la Constitución, diseña un modelo confederal de Estado y establece el marco jurídico para la independencia a medio plazo. La elección de caminos en esta dramática encrucijada exige una discusión a fondo de las fuerzas democráticas: la ruta elegida condicionará la respuesta dada. Hay razones para temer, sin embargo, que los demonios de la polémica y la censurable utilización del conflicto vasco como arma partidista en la lucha por el poder estatal (para aislar a la oposición o para deteriorar al Gobierno) interfieran con sus ruidos los argumentos; de añadidura, el alarmismo sobreactuado y los oráculos apocalípticos pueden desempeñar el papel de esas negras profecías que se cumplen a sí mismas por el hecho de ser enunciadas.

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La fábula tradicional de las liebres atrapadas por la jauría a causa de una tonta controversia sobre la raza canina de los perseguidores puede servir de moraleja al Gobierno y a la oposición respecto a los riesgos de seguir discutiendo acerca de galgos y podencos. El jactancioso ronroneo de los méritos propios y el acusatorio recuerdo de las culpas ajenas, referidos a las actuaciones de los Gobiernos del PP y del PSOE en la lucha contra ETA y las relaciones con el nacionalismo institucional, serían disfuncionales. Los aciertos en el pasado al formular diagnósticos o adoptar políticas no garantizan el éxito en el futuro: la egocéntrica petulancia del adivino -"yo ya lo dije"- le impide aprender de la experiencia. La reivindicación del monopolio de la buena fe, de la piedad hacia las víctimas, de la lealtad constitucional y de los sentimientos patrióticos es otro factor disturbador en este debate: al igual que el valor a los militares, el sentido de la responsabilidad se les supone a los políticos que han venido gobernando el Estado desde hace más de dos décadas.

Las tentativas del PP para amalgamar diferentes propuestas de actuación contra el plan Ibarretxe en un mismo paquete negociador, condicionando su respuesta unitaria a la aceptación de otras medidas (desde el recurso contra el sobreseimiento del caso Atutxa hasta la conservación en el Código Penal del delito de la convocatoria ilegal de referendos), no parece razonable. La disyuntiva que obligaría a escoger de manera excluyente entre la vía jurídica y la vía parlamentaria es un falso dilema: el camino del derecho puede ser emprendido una vez agotado el camino político.

El PP mantiene que el Gobierno debería interponer de inmediato ante el Constitucional el recurso descrito por el artículo 161.2 de la Norma Fundamental, a fin de paralizar primero durante cinco meses (prorrogables) la eficacia jurídica del proyecto y de ilegalizar después la proposición de ley enviada a las Cortes por el Parlamento vasco. Pero el auto dictado el 20 de abril de 2004 por el Constitucional, que rechazó la demanda del Gobierno del PP -al amparo del artículo 161.2- para conseguir el bloqueo temporal de la tramitación en la Cámara de Vitoria del nuevo Estatuto Político vasco, parece excluir esa vía dilatoria. Aunque ese recurso suspensivo fuese factible ahora (cosa más bien improbable), habría buenos argumentos para no interponerlo, sin renunciar por ello a otro tipo de acciones judiciales en el futuro: el aparcamiento del plan Ibarretxe en el Constitucional durante cinco meses tendría el efecto negativo de impedir un debate político en el Congreso que permitiera discutir con luz y taquígrafos los contenidos del nuevo Estatuto Político antes de la celebración de las elecciones autonómicas en la próxima primavera y que proporcionase a los ciudadanos vascos la oportunidad de acudir a las urnas sabiendo de antemano si el plan Ibarretxe había sido aceptado o rechazado por las Cortes Generales. Nada se pierde con ese calendario: la vía jurídica seguiría abierta para frenar los intentos posteriores del Gobierno vasco de saltarse a la torera la decisión del Parlamento.

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