Editorial:

Por tierra, mar y aire

Los planes de inversión a largo plazo en infraestructuras aumentan las expectativas de modernización económica, tranquilizan a los agentes constructores y refuerzan ante los ciudadanos la idea de que el Gobierno se preocupa por el capital público. A cambio, sufren de falta de firmeza: las revisiones plurianuales suelen ser tan importantes como los propios planes y, al cabo del tiempo, pierden credibilidad. El ambicioso que acaba de presentar el Gobierno, con vigencia hasta 2020, no escapa a tales esquemas. Invertirá 241.392 millones de euros en los próximos 15 años, admite la participación pri...

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Los planes de inversión a largo plazo en infraestructuras aumentan las expectativas de modernización económica, tranquilizan a los agentes constructores y refuerzan ante los ciudadanos la idea de que el Gobierno se preocupa por el capital público. A cambio, sufren de falta de firmeza: las revisiones plurianuales suelen ser tan importantes como los propios planes y, al cabo del tiempo, pierden credibilidad. El ambicioso que acaba de presentar el Gobierno, con vigencia hasta 2020, no escapa a tales esquemas. Invertirá 241.392 millones de euros en los próximos 15 años, admite la participación privada, a la que se reserva el 40% de la financiación del plan y, en fin, presta atención preferente al ferrocarril, que se llevará casi el 50% de las inversiones totales. El salto cuantitativo es espectacular: de los 9.000 kilómetros actuales de autovías y autopistas se pasará a 15.000; y la red de ferrocarril de altas prestaciones se multiplicará casi por diez, de los 1.030 kilómetros actuales subirá a 10.000.

Un plan de esta envergadura requiere muchas precisiones y no pocas cautelas. Por ejemplo, el 60% de la financiación es presupuestaria, pero ¿incluirá una política de tarifas crecientes que contribuya a financiar vías de ferrocarril o kilómetros de carretera? Porque la financiación pública no excluye el recurso a políticas de aumento de tarifas, como está demostrando la Comunidad de Madrid. Precisiones como ésta deberían acompañarse de otras igualmente decisivas en términos de racionalidad económica. ¿Existen estudios de rentabilidad comparada entre los distintos medios de transporte en cada ciudad beneficiada por el plan? Tampoco conviene olvidar que, en el ámbito de las infraestructuras, las metropolitanas comienzan a exigir casi tanto esfuerzo como las nacionales.

El riesgo mayor, no obstante, llega desde las inevitables presiones políticas. La coherencia económica del plan quedará irremisiblemente arruinada si cada capital de provincia moviliza el rosario de lobbies correspondientes para disponer de aeropuerto, AVE y autovía. A todo lujo, por tierra, mar y aire. La integración de las infraestructuras es un factor decisivo para aumentar la rentabilidad del capital humano, pero ese criterio debe combinarse rigurosamente con la disponibilidad de recursos y el cálculo del coste de oportunidad de cada magna obra. Si el plan se convierte en un pretexto con fondos garantizados para reclamar prebendas en función de la capacidad de presión de los políticos locales o autonómicos, la red de infraestructuras se convertirá en un caos. Caro, pero caos.

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