Columna

Transición segunda

Un modesto concejal vizcaíno es secuestrado por orden de un poeta que vive en Francia. Unas horas después, el grupo que dirige aquel vate difunde el precio para liberar a quien ya está condenado a muerte: el regreso a la región natal de quinientos presos en un plazo de angustia. A partir de ahí la gente se echa a la calle, para mayor gloria de la banda étnico-religiosa: un millón de personas en Madrid, otro en Barcelona, centenares de miles en Valencia, Sevilla, Zaragoza... Y una gran masa de gente noble y variopinta que abarrotó las ciudades vascas hasta lo nunca visto ni oído, ni presentido....

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Un modesto concejal vizcaíno es secuestrado por orden de un poeta que vive en Francia. Unas horas después, el grupo que dirige aquel vate difunde el precio para liberar a quien ya está condenado a muerte: el regreso a la región natal de quinientos presos en un plazo de angustia. A partir de ahí la gente se echa a la calle, para mayor gloria de la banda étnico-religiosa: un millón de personas en Madrid, otro en Barcelona, centenares de miles en Valencia, Sevilla, Zaragoza... Y una gran masa de gente noble y variopinta que abarrotó las ciudades vascas hasta lo nunca visto ni oído, ni presentido.

Luego sucedió el cantado crimen, y con el crimen también apareció un gran temor nuevo del nacionalismo sabiniano, que vislumbró el fin de su hegemonía política; esa hegemonía que se funda en la Constitución y en un Estatuto de Gernika, que acaba de cumplir su 25 aniversario sin que sus principales beneficiarios -PNV, EA y la desopilante Ezker Batua- consideren oportuno reconocerlo.

Surgió después el Pacto de Estella con la banda patriótica, por ver de apuntalar entre todos la doctrina identitaria, quejumbrosa, insolidaria y derechista, bendecida por algunos obispos y por algunos (pocos) prosistas equidistantes. Y luego llegó la quiebra de la sospechosa tregua, a la que no siguió el simétrico y lógico repliegue del PNV rumbo a la cordura. Se creó así un nuevo, grande y cautivo escenario radical que acabó fortaleciendo el mensaje de un viejo partido catalán, y que luego, más modestamente, se deslizó a otras cúpulas políticas centrífugas, hoy con todos sus dirigentes ya al galope rumbo hacia lo que llaman segunda Transición. Ajenos todos a que el 90% de los españoles, según dicen las encuestas y mejor aún la simple observación, no ven necesidad alguna de esa Transición segunda más allá de las cuatro reformas constitucionales, razonables y moderadas, que propugna Zapatero. En resumen: la segunda Transición debe ser poco más que una nueva estrategia del independentismo, ese sentir minoritario y respetable. Y muy acendrado.

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