Tribuna:LA LUCHA CONTRA LA POBREZA

Los desafíos de la cooperación española

El autor considera necesario cambiar la orientación y los instrumentos de la contribución al desarrollo para cumplir con acierto el objetivo del Gobierno de incrementarla al 0,5% del PIB.

Con los resultados electorales del pasado marzo se puso término a una legislatura parcialmente perdida para la cooperación española: un período marcado por una visible regresión en la política de ayuda al desarrollo y por los desencuentros entre la Administración y el resto de los actores sociales. Si lo primero alejó a España de la doctrina internacional, lo segundo debilitó el sistema, al sembrar crispación allí donde debiera regir integración de voluntades. El nuevo Gobierno puso fin a esta deriva y declaró su voluntad de reconstruir el diálogo e incorporar España al consenso internacional....

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Con los resultados electorales del pasado marzo se puso término a una legislatura parcialmente perdida para la cooperación española: un período marcado por una visible regresión en la política de ayuda al desarrollo y por los desencuentros entre la Administración y el resto de los actores sociales. Si lo primero alejó a España de la doctrina internacional, lo segundo debilitó el sistema, al sembrar crispación allí donde debiera regir integración de voluntades. El nuevo Gobierno puso fin a esta deriva y declaró su voluntad de reconstruir el diálogo e incorporar España al consenso internacional. La reciente intervención de Rodríguez Zapatero en la Cumbre contra el Hambre, en Naciones Unidas, elevó a rango de declaración internacional la nueva orientación que se quiere dar a este ámbito de la acción pública.

España está emplazada a hacer crecer su ayuda a un ritmo que tiene pocos precedentes

Tres son los componentes básicos del nuevo compromiso. En primer lugar, restablecer el diálogo franco con los actores sociales, tratando de reconstruir consensos y de restablecer la legitimidad de los órganos de diálogo y participación (como el Consejo de Cooperación). En segundo término, establecer como señas de identidad del Gobierno su compromiso con la lucha contra la pobreza y el hambre, sumándose al esfuerzo internacional por hacer realidad la llamada Declaración del Milenio. Como es sabido, en aquella declaración, suscrita por 189 países, se fijaron unos objetivos (los llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio) que establecen a fecha fija logros mensurables en los ámbitos del hambre y la pobreza, de la promoción de la educación, la salud, la equidad de género y la sostenibilidad ambiental a escala mundial. Y, como tercer compromiso, reiterado por Zapatero en Naciones Unidas, se pretende incrementar la cuantía de la ayuda, haciendo que ésta alcance el 0,3% del PIB en 2005 y se sitúe en el 0,5% del PIB en el último de los presupuestos de la presente legislatura. Semejante evolución supondría pasar de los 1.700 millones de euros propios de 2003 a cerca de 5.000 millones en 2009: un crecimiento que tiene pocos precedentes internacionales.

Pues bien, hacer realidad estos propósitos no es posible sin un cambio profundo en el sistema español de ayuda al desarrollo. Para empezar, porque la orientación que ha seguido tradicionalmente la cooperación española no es la más acorde con los objetivos que hoy se proclaman. España es uno de los donantes que menor atención dedica a los países más pobres: de hecho, ocupa el tercer lugar, tras Grecia y Estados Unidos, por el bajo porcentaje de ayuda que dedica a estos países (apenas el 0,04% del PIB).

Más de la mitad de los recursos de la ayuda española (52%) se dedican a países de renta intermedia, reservando para los más pobres apenas el 12% de los fondos: una cuota que es casi un tercio de la que, como media, presenta la Unión Europea. En principio, cabría esperar que la ayuda cumpliese una cierta función redistributiva a escala internacional; pues bien, la cooperación española parece seguir el comportamiento inverso, otorgando cuatro veces más recursos a un ciudadano pobre de un país de desarrollo intermedio que a otro que viva en el grupo de los países más pobres del planeta. Lo que revela el tenue compromiso que la cooperación española ha tenido con la lucha contra la pobreza. El compromiso de Zapatero habrá de comportar, por tanto, un cambio sustancial en la asignación de la ayuda, otorgando mayor peso a los países más pobres y a los sectores sociales más desfavorecidos.

Aun cuando se acometa semejante cambio, es previsible que los países de renta media sigan ocupando una posición relevante en la ayuda española, en gran medida como consecuencia del peso que tiene América Latina en nuestras relaciones internacionales.

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Pero los Objetivos de Desarrollo del Milenio están preferentemente pensados en función de las carencias de los países más pobres: será necesario, por tanto, revisar el tipo de cooperación que se practica con los países de renta media y saber cómo aquellos Objetivos se adaptan a las necesidades específicas de estos países.

En definitiva, se trata de saber qué combinación de instrumentos y políticas han de ponerse en uso en la cooperación con unos países cuyo déficit social no viene determinado tanto por las carencias absolutas (con ser importantes) cuanto por los profundos niveles de desigualdad vigentes; países que están concernidos más por problemas de gobernabilidad, de legitimidad de sus instituciones y de riesgo y vulnerabilidad externa que por falta de recursos aptos para promover el crecimiento. Lo que requiere de respuestas que exceden, en ocasiones, al ámbito de la ayuda, implicando otros espacios de la acción pública.

Ahora bien, no sólo ha de cambiar la orientación de la ayuda, sino también su instrumentación. Hasta el momento, la cooperación española se ha conformado como un agregado de pequeños proyectos, de múltiples intervenciones de limitado alcance. Pero, así como es imposible construir un ferrocarril a base de sumar diligencias, de igual modo es difícil llegar a una cooperación de 5.000 millones de euros a base de sumar pequeños proyectos. Es necesario que la cooperación española transite hacia modalidades de ayuda de mayor alcance y complejidad, que comporten una transferencia de confianza al receptor en la gestión de los recursos y permitan una mayor coordinación con el resto de los donantes.

Tal es lo que se proponen algunos de los nuevos instrumentos de la ayuda, como el apoyo a los programas sectoriales, la aportación al presupuesto o los basket funds, entre otros: fórmulas ya ensayadas por otros donantes en las que España apenas tiene experiencia. Y, al tiempo, es necesario avanzar hacia una mayor integración y coherencia agregada del sistema de ayuda, venciendo el cisma que hasta ahora ha existido entre los instrumentos financieros y los de cooperación no reembolsable.

Avanzar hacia ese tipo de cooperación requerirá mejorar las capacidades técnicas y de gestión de la ayuda, lo que necesariamente comporta una reforma de la arquitectura institucional del sistema. El origen de la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI) tal vez no haya sido el mejor para crear una institución técnicamente sólida y con capacidades probadas de gestión, pero los cambios de la pasada legislatura, diluyendo su perfil como agencia de desarrollo, no han hecho sino empeorar las cosas. Es obligado avanzar hacia una creciente profesionalización de la ayuda, sin reservas corporativas para ninguno de los cuerpos técnicos de la Administración; y es necesario dotar a la AECI de la capacidad requerida para la captación de personal experto y para una gestión más especializada y flexible. Lo que comporta una revisión a fondo de su estatuto jurídico, su organigrama y su régimen de gestión. Sería un error, no obstante, limitar la reforma institucional a la AECI; también la Secretaría de Estado de Cooperación Internacional, hoy claramente infradotada, requiere un profundo cambio si quiere cumplir su función en el diseño y dirección de una política de ayuda de mayor dimensión y entidad.

En suma, España está emplazada a hacer crecer los recursos de su ayuda a un ritmo que tiene pocos precedentes. Hacerlo sin que ello afecte a la calidad de la política de cooperación constituye un gran desafío. Un desafío al que difícilmente se podrá hacer frente si no se invierte, previamente, en capacidad institucional, por un lado, y en inteligencia estratégica, por el otro. Dos recursos de los que no está sobrada la cooperación española y que hoy resultan más necesarios que nunca. Se han fijado los objetivos, ahora hace falta poner los medios para que esos objetivos se realicen.

José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada y director del Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI).

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