Columna

Excesos

Oigo, en una emisión radiofónica de madrugada, una filípica tremebunda a cargo de un eclesiástico, no sé si cura, obispo o alguien de más arriba. Está tan completamente enfadado que durante toda una hora es capaz de no apearse de un desaforado tono apocalíptico a propósito de "esta gente", que es como él llama al Gobierno y a los parlamentarios. Destrucción, ataque, indecencia, cobardía, indignidad: hable de lo que hable, su análisis recala siempre en esas palabras tremendas. A la hora de las consignas el tono llegan a extremos realmente comprometidos: "esta gente" hace leyes que ellos calific...

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Oigo, en una emisión radiofónica de madrugada, una filípica tremebunda a cargo de un eclesiástico, no sé si cura, obispo o alguien de más arriba. Está tan completamente enfadado que durante toda una hora es capaz de no apearse de un desaforado tono apocalíptico a propósito de "esta gente", que es como él llama al Gobierno y a los parlamentarios. Destrucción, ataque, indecencia, cobardía, indignidad: hable de lo que hable, su análisis recala siempre en esas palabras tremendas. A la hora de las consignas el tono llegan a extremos realmente comprometidos: "esta gente" hace leyes que ellos califican de progresistas y modernas pero que en realidad son -y ellos lo saben, porque se trata de un ataque consciente y deliberado a la verdad- injustas y contrarias al verdadero bien, de modo que nada de obedecerlas y acatarlas, sino denunciar, desenmascarar: desobediencia civil con todas sus palabras.

Aun conociendo desde antiguo el discurso y el personaje, algo del tono del clérigo vuelve a irritarme: habla de sus semejantes con un desprecio sin límite, y desde ese desprecio exige, no ya que se le respete a él y a los que piensan como él, sino que hagamos lo que el y los suyos dicen, pensemos o no como ellos. Un matiz me llama la atención, porque no sé si es una novedad. La bronca va dirigida, naturalmente, a los fieles en general, pero está claro que hay otra clientela de más caché que es la que de verdad le escuece: los senadores y diputados ("si les queda decencia..."), y creo que muy especialmente los de su cuerda. Como si pensara: visto que la tropa no obedece por las buenas, habrá que obligarla con las leyes; haced, pues, las leyes como yo digo. Terrible. Por lo pronto, habla con un miedo tan evidente a perder (no sé bien qué; para quien ha tenido tanto, la misma idea de perder debe ser intolerable) que no puede evitar la chulería de la amenaza infalible: recordad que nadie vencerá jamás a la Iglesia. Y así durante una hora, por lo menos, en la madrugada. Imposible no recordar a Aznar en el reciente congreso de su partido: tremendismo puro, fuego eterno, verdad granítica.

Gente que regaña y que exige, profesionales del exceso. Para los demás es bueno tomar nota de que convivimos con personas que tienen una visión recortada y tutelada de los derechos de los demás y llaman naturales y sagrados a los suyos. Es una asimetría que no se entiende bien en democracia pero que la democracia permite expresarse y vivir. Pero ¿no suenan raro tantos excesos? En lo que a las costumbres y a la moral se refiere, España ha recorrido un camino sin retorno y la ciudadanía no va a renunciar a las evidentes comodidades de la secularización: es inútil que le pidan sacrificios en eso. ¿Por qué entonces no renuncia a esa retórica furibunda, no ya la Iglesia, sino una parte importante de la derecha española? Desde luego, porque todavía hay quien espera que los legisladores pongan las leyes a su disposición. Y por otra razón: esa recurrencia del exceso, la sobrecarga de amenazas esenciales por asuntos terrenales, son formas de una pedagogía empeñada en recordarnos que no somos nada ni nadie, que todo lo que tenemos lo debemos y que la madrugada es para arrepentirse. Son ellos.

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