Columna

Los reyes moros

A Madrid le borraron a conciencia, a mala conciencia, su pasado musulmán para inventarle un falso linaje a la medida de su noble destino de capital del Imperio de los Austrias. Cuando Felipe II se encaprichó de aquella villa nacida en la movediza frontera entre las dos Españas, la de los moros y la de los cristianos, los cronistas cortesanos y los historiadores de nómina confeccionaron un delirante árbol genealógico y mitológico en el que tuvieron cabida, un príncipe troyano emparentado con algunas deidades menores del panteón grecolatino, los generales griegos Pelópi-das y Epaminondas y Nabuc...

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A Madrid le borraron a conciencia, a mala conciencia, su pasado musulmán para inventarle un falso linaje a la medida de su noble destino de capital del Imperio de los Austrias. Cuando Felipe II se encaprichó de aquella villa nacida en la movediza frontera entre las dos Españas, la de los moros y la de los cristianos, los cronistas cortesanos y los historiadores de nómina confeccionaron un delirante árbol genealógico y mitológico en el que tuvieron cabida, un príncipe troyano emparentado con algunas deidades menores del panteón grecolatino, los generales griegos Pelópi-das y Epaminondas y Nabucodonosor II, rey de Babilonia, entre otros. Si la gente cree que Roma fue fundada por dos hermanos amamantados por una loba, debieron decirse los falsificadores, por qué no va a tragarse lo de los troyanos y los babilonios.

El alcázar moro de Madrid se hizo palacio cristiano y la almudaina, ciudadela amurallada, se tornó almudena con aparición virginal incluida para mejor cristianizar, se enterró la muralla y no quedó de la mezquita piedra sobre piedra y en su lugar se levantó la parroquia de Santa María derruida siglos después para dar paso a una casa de vecinos. La memoria del Madrid musulmán está soterrada bajo toneladas de sillares y ladrillos, traídos y llevados de aquí para allá, sepultados como cimientos y pilares o reutilizados en mamposterías. También se perdió, Muhammad I, el belicoso emir de Toledo que fundó la villa fortificada, para defenderse del acoso de los monarcas cristianos, y de los recaudadores de impuestos de los exigentes señoritos de Córdoba que tenían sublevados los ánimos de los "muladíes", hispanomusulmanes. Dos siglos más tarde el no menos belicoso Alfonso VI, conquista definitivamente la fortaleza para el bando cristiano y permite a los derrotados entre marchar a tierras musulmanas o convertirse en madrileños mudéjares conservando su fe ultraterrena pero encomendándose en la tierra a la jurisdicción de los reyes de Castilla.

La Reconquista, aunque el ínclito catedrático bilingüe de Georgetown no lo crea, fue una feliz invención, un adorno para engalanar el pasado histórico y desviar la atención del hecho ultrajante para los adalides de la cristiandad de que los sarracenos tardaran ocho años en tragarse la España visigótica y los cruzados de Cristo, ocho siglos en ponerles del otro lado del Estrecho. Convertir esa quimera imperial en la guerra de los ochocientos años que contaban los viejos libros de Historia es un disparate que no merecería más reconocimiento que el del Guinness, como la calamidad más perseverante de la Historia, un desatino que sólo pueden mantener seriamente, aplicados y crédulos ex alumnos de colegios franquistas que se aprendieron de memoria la inverosímil lista real que une a Don Pelayo con los Reyes Católicos, en una misma causa heredada y mantenida en una guerra continua y lineal contra los infieles. Alfonso VI, el conquistador, no reconquistador de Madrid, ayudaría un tiempo después de la toma de la villa a su antiguo caíd, Alcadir, a hacerse con el reino de taifas de Valencia, tierra en la que su puntilloso paladín, El Cid, ejerció también como mercenario de lujo al servicio del Islam, o de Castilla, con el que mejor pagase.

Almanzor, por cierto, el implacable enemigo de la Cristiandad, redescubierto estos días como precursor de Bin Laden y autor intelectual de todas las masacres del terrorismo islamista, solía concentrar sus tropas en Madrid antes de ir a descabezar castellanos del otro lado de la sierra. Muy sospechoso, dirán algunos de estos historiadores de leyendas, cronistas de fábula y revisionistas de la nada, muy sospechoso que el primer espada del Islam, el cerebro de todas las guerras santas conociera ya la estratégica situación de Madrid en el mapa peninsular. Da qué pensar, aunque tal vez podamos esperar unos días hasta que uno de estos fabuladores patrióticos encuentre, en forma de best seller, la clave que vincula en una misma red al moro Muza y a su colega Tariq, con la inmigración ilegal, el terrorismo, el tráfico de estupefacientes y otros diabólicos planes para dominar el mundo que urden en sus guaridas secretas los supervivientes de una milenaria secta musulmana de asesinos.

Algo a medio camino entre el Código Da Vinci y Las mil y una noches, un cuento para dormir a la Historia.

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