Columna

Más palabras

En la escena segunda del segundo acto de Hamlet, se acerca el gran chambelán del castillo de Elsinor al príncipe danés por tal de averiguar cuáles son las razones que han empujado a un desconcertado Hamlet a navegar por un mar de dudas. Hamlet tiene un libro entre las manos y Polonio le espeta: "¿Qué leéis, señor?" Y el personaje dramático más conocido del teatro de Shakespeare le contesta: "Palabras, palabras, palabras".

Y palabras, palabras, palabras, rodean el regreso de miles de niños y adolescentes a sus centros escolares al inicio de un nuevo curso. Algo huele desde hace ya...

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En la escena segunda del segundo acto de Hamlet, se acerca el gran chambelán del castillo de Elsinor al príncipe danés por tal de averiguar cuáles son las razones que han empujado a un desconcertado Hamlet a navegar por un mar de dudas. Hamlet tiene un libro entre las manos y Polonio le espeta: "¿Qué leéis, señor?" Y el personaje dramático más conocido del teatro de Shakespeare le contesta: "Palabras, palabras, palabras".

Y palabras, palabras, palabras, rodean el regreso de miles de niños y adolescentes a sus centros escolares al inicio de un nuevo curso. Algo huele desde hace ya varios lustros a desconcierto y decadencia en el Elsinor de nuestro sistema educativo. Un sistema educativo que hace un par de décadas no era perfecto ni el mejor posible. Un sistema educativo que se puso patas arriba durante la década de los ochenta e inicio de los noventa mediante una Logse que todo lo debía mejorar y reformar, y nada reformó ni mejoró porque todo se movía en el plano de lo virtual y no de lo real, en el plano de las palabras, palabras, palabras. Qué paradoja entrañaba hasta la misma palabra reforma: se reforma para mejorar, no para empeorar. Y ese empeoramiento ha incidido en mayor medida en la escuela pública, ya que la privada o concertada poseen mecanismos para paliar el desconcierto. Y dejemos ahora de lado determinados factores que conforman también todo aquello que englobamos en el concepto educación como la familia o las circunstancias sociales, por ejemplo.

Si nos ceñimos al organigrama del sistema educativo, aquí lo que tenemos es una mala enseñanza general básica y obligatoria que deben cursar nuestros adolescentes hasta los dieciséis años, con muchas materias optativas, muchos desdobles, muchas manualidades, muchos grupos y subgrupos compensatorios y por compensar, muchas horas perdidas por los pasillos de un aula a otra aula, y mucha reducción de las horas dedicadas a las materias básicas e instrumentales de ayer, de hoy y de siempre. Añadan a todo esto las muchas horas delante de las pantallas del televisor con que se amamantan los usuarios de tan avanzado sistema educativo; los trinos de la pedagogía de lo lúdico frente a la autoestima que comporta los conocimientos alcanzados mediante el voluntarioso esfuerzo; la seriedad y el estudio -que no son sinónimos de aburrimiento ni de infelicidad- frente a la superficialidad de las palabras, palabras, palabras, que conducen a demasiados adolescentes y jóvenes a lo superficial, a lo trivial, a la frustración o al porro. En esto último, al parecer, encabezamos todas las estadísticas europeas. Y a pesar de todo no pasa nada, no se debate con seriedad nada, no se cambia, aunque sea lentamente, nada. Una nada que, además, no conduce a ninguna tragedia shakespeariana, porque siempre habrá sectores sociales con una situación económica o cultural que les permita vadear el sistema.

Y para muestra, baste el manido botón: en las comarcas norteñas del País Valenciano. Aquí se niegan los padres de alumnos de Atzeneta a transportar a sus hijos a La Vall d'Alba y que disfruten de la excelencias de la ESO; lo mismo ocurre en Les Coves de Vinromà o en Villahermosa; en Llucena están en pie de guerra pacífica y boicot escolar para evitar que sus hijos se vayan a l'Alcora... El sistema educativo y los mapas escolares y la calidad de la enseñanza de una reforma virtual, no son precisamente un atractivo imán. Ese es el tema, y lo demás palabras, palabras, palabras.

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