Editorial:

Efectos europeos

El primer ministro húngaro, Peter Medgessy, ha dimitido y la mayoría parlamentaria que le apoyaba ha considerado muy afortunado el hecho. Un independiente que el Partido Socialista puso al frente de su Gobierno tras la última victoria electoral y que ha sido en todo momento factor de estabilidad y razón, de búsqueda de fórmulas equilibradas para el proceso de integración de Hungría en la Unión Europea, es decapitado políticamente por sus propias huestes más que por una oposición cada vez más nacionalista y antieuropeísta. Nadie duda de la solvencia de Medgessy, pero muchos comienzan a consider...

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El primer ministro húngaro, Peter Medgessy, ha dimitido y la mayoría parlamentaria que le apoyaba ha considerado muy afortunado el hecho. Un independiente que el Partido Socialista puso al frente de su Gobierno tras la última victoria electoral y que ha sido en todo momento factor de estabilidad y razón, de búsqueda de fórmulas equilibradas para el proceso de integración de Hungría en la Unión Europea, es decapitado políticamente por sus propias huestes más que por una oposición cada vez más nacionalista y antieuropeísta. Nadie duda de la solvencia de Medgessy, pero muchos comienzan a considerar rentable volver al discurso ideológico. No sólo en Hungría. La integración en la UE de los nuevos miembros centroeuropeos y bálticos tiene efectos contradictorios.

El sueño cumplido de la entrada en una unión democrática de Estados europeos tras décadas de guerras, dictaduras y humillaciones, crea vigilias muchas veces absurdas, pero siempre imprevisibles. Medgessy no es el primero entre los jefes de Gobierno de los nuevos miembros de la UE que caen por el propio efecto de la integración o daños colaterales políticos que muchos no auguraban. En Polonia cayó Leszek Miller, y en la República Checa, Vladímir Spidla, y nadie puede asegurar, en este segundo caso al menos, que la alternativa sea realmente mejor.

El ingreso en la UE ha creado en estos países tantos temores ahora como una década antes había hecho germinar expectativas de prosperidad excesivas. Pero hoy son muchos los que utilizan estos miedos para sus propios fines de poder en países con generaciones sucesivas sin experiencia democrática. Los socialistas húngaros son un ejemplo de cómo un partido comunista con gran tradición reformista, desde épocas de la guerra fría más profunda, se transformó en una organización genuinamente democrática que abomina de los crímenes de sus antecesores.

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Pero las incertidumbres que en toda Europa generan los nuevos retos en la economía y en la seguridad no pueden en ningún caso llevar a la revisión de la historia que desean aquellos que añoran el muro o que desde el nacionalismo creen poder volver a enfrentar a pueblos y naciones con intervencionismos propios de los años treinta. La Unión Europea de 25 tiene que ser un proyecto de esperanza de prosperidad, y todos tienen que estar muy atentos a que algunas fuerzas políticas no lo lastren con el pasado. Y no son los nuevos miembros los únicos amenazados por este peligro.

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