Columna

Miguel Iborra

Hace poco más de un año, al final de un concierto del cantaor Manuel Gerena en el que se homenajeaba a Miguel Hernández, pude oír una de las versiones más hermosas, más hondas, más arraigadas al corazón y a la vida del poema El niño yuntero. Lo sorprendente del hecho no era que el personaje que subió al escenario y tomó el micrófono resultase un simple aficionado a la poesía, ni tampoco que aquello fuera una actuación improvisada. Lo que llamó la atención de ese público heterogéneo y entregado fue que el hombre que salió a recitar era el alcalde de todos los presentes. Yo sabía, sin emb...

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Hace poco más de un año, al final de un concierto del cantaor Manuel Gerena en el que se homenajeaba a Miguel Hernández, pude oír una de las versiones más hermosas, más hondas, más arraigadas al corazón y a la vida del poema El niño yuntero. Lo sorprendente del hecho no era que el personaje que subió al escenario y tomó el micrófono resultase un simple aficionado a la poesía, ni tampoco que aquello fuera una actuación improvisada. Lo que llamó la atención de ese público heterogéneo y entregado fue que el hombre que salió a recitar era el alcalde de todos los presentes. Yo sabía, sin embargo, que Miguel Iborra era capaz de eso y de cualquier asunto que tuviera su deuda con la sensibilidad. Y no me equivoqué ni antes, ni entonces, ni en los meses que hemos compartido al amor de un gintonic, en la barra de un bar o recorriendo luego las calles infinitas como príncipes de incógnito.

No sé si usted lo sabe, pero el sábado pasado, a eso de las cinco, Miguel Iborra, alcalde de Aspe y filántropo, humanista y poeta, político y maestro, se nos fue de este mundo con toda la juventud que exhalaban sus huesos. Había cumplido 47 años y unos cuantos sueños de los que dejan huella en la gente bien nacida: un pueblo urbanizado con entera sensatez, lleno de zonas deportivas, culturales y sociales que han servido para integrar barrios, familias y colectivos tradicionalmente marginados. Porque Miguel era eso, un socialista de a pie, de los que oyen el silbido de ese viento del pueblo que estremece la sangre, que penetra en los poros y no se atiene a disciplinas de partido o a descabelladas consignas. Para que luego digan. Para que hablen de él los que nada entienden de versos o de aprovechamientos pluviales, de polígonos industriales o de flamenco, de depuradoras o de esos niños yunteros que ahora lloran su ausencia.

No sé si usted lo sabe, pero Miguel Iborra era la coherencia política, la integridad hecha hombre y la sensibilidad intelectual. Dígalo por ahí. Cuénteselo a quien le parezca bien y propague estas palabras como si fueran suyas. Puede que cunda el ejemplo y proliferen algún día gobernantes con su perfil luminoso, con su alta verdad.

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