IDA Y VUELTA

Cariño para la angustia

El pasado domingo, me dije que, pasara lo que pasara en la final de la Eurocopa de fútbol, dedicaría mi artículo del domingo siguiente a Portugal, muy especialmente a una gran escritora de ese país, Agustina Bessa-Luis, de la que la pequeña editorial vallisoletana Cuatro acaba de publicar Contemplación cariñosa de la angustia, una recopilación de sus conferencias y ensayos. Mientras me decía esto, leí el artículo La hora de Portugal, de Santiago Segurola, donde se comentaba que la selección lusa había demostrado un enorme carácter en situaciones muy complicadas y era mejor equipo...

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El pasado domingo, me dije que, pasara lo que pasara en la final de la Eurocopa de fútbol, dedicaría mi artículo del domingo siguiente a Portugal, muy especialmente a una gran escritora de ese país, Agustina Bessa-Luis, de la que la pequeña editorial vallisoletana Cuatro acaba de publicar Contemplación cariñosa de la angustia, una recopilación de sus conferencias y ensayos. Mientras me decía esto, leí el artículo La hora de Portugal, de Santiago Segurola, donde se comentaba que la selección lusa había demostrado un enorme carácter en situaciones muy complicadas y era mejor equipo que Grecia. Como mi artículo del domingo siguiente, aprovechando el inquietante encanto del título de Agustina Bessa-Luis, iba a llamarse Cariño para la angustia, reparé mucho en las últimas frases de Segurola: "Ahora (Portugal) se dispone a celebrar el mayor éxito de su historia. Si eso se convierte en horror al vacío, se encontrará con el peor rival posible. Cuando la angustia aflora, Grecia no perdona".

Hoy sabemos ya que la angustia afloró y Grecia no perdonó. Y de lo que había yo proyectado escribir en mi artículo, me desvío unos segundos para decirles a los portugueses que lo siento, pues no pudo ser que naciera el quinto imperio, ese que los nostálgicos del rey don Sebastián de Portugal esperan desde hace siglos. Lo siento, pero me pregunto si no habrá sido mejor que las cosas fueran así -es tan patético y espantoso el delirio griego-, me pregunto si la derrota no le habrá sentado mejor que la victoria a ese elegante, viejo y noble país que es Portugal. De su cultura me parece que apenas conocemos a Pessoa, Lobo Antunes, Saramago y tal vez a Manoel de Oliveira, un artista cuya edad, que está más allá de los 90 años ("lo que me agota es estar parado"), no le impide estar entre los mejores cineastas de Europa. Precisamente acaba de estrenarse Un film falado (Una película hablada), de la que, sólo por abreviar, diré que es llana y simplemente una obra maestra, tiene la calidad que les falta a tantos imparables y chocarreros artistas de nuestros días. Manoel de Oliveira, precisamente, ha pasado a la pantalla en muchas ocasiones novelas de su querida vecina de Oporto, Agustina Bessa-Luis, novelista y ensayista que lleva escribiendo más de ochenta años y que sabe lo que es el trabajo paciente con el lenguaje ("la búsqueda del éxito fácil provoca grandes fiascos") y no está muy enterada, por suerte para ella, de ese fenómeno de literatura ligera en el que colaboran hoy muchos directores de editoriales aterrorizados por si no venden un libro lo suficiente y los echan a la calle, lo que está provocando miedo y falta de riesgos, y que la novela dirigida a un público de tercera fila de hamburguesería imponga más obscena y rotundamente que nunca esa grosera y cada vez más absolutista moda a la que muchos editores, libreros y lectores exclusivamente se apuntan: la del libro que se vende gracias al supuestamente infalible boca a oreja (gesto que me parece poco higiénico) y que deja afuera a novelistas como Bessa-Luis, de la que si, tras 80 años de impasible, que no imparable, paciente escritura y genialidad, sólo le han traducido cuatro o cinco libros, ahora seguramente aún le traducirán menos, pues no parece que la autora de la genial e imprescindible Un perro que sueña pueda llegar a ser foco de interés de quienes, de un tiempo a esta parte, han agrandado su manía de depositar vulgaridades en nuestras maltrechas orejas. Como si las bocas fueran infalibles y, es más, como si nosotros tuviéramos que vivir por decreto siempre en las hamburgueserías.

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