Tribuna:

Normandía lejana

Aquel compañero nuestro de la escuela, que era hijo de un militar de cierta graduación, tenía otra particularidad que lo distinguía de casi todos nosotros, hijos de campesinos o de pequeños empleados: leyendo los tebeos de Hazañas Bélicas, muy populares entonces, él se ponía de parte de los alemanes, y no de los norteamericanos, lo cual nos parecía muy chocante. Estábamos todos engañados, decía, sin duda repitiendo palabras que escuchaba con frecuencia en casa, esos dictámenes inapelables de los padres que los hijos asumen como puntos infantiles de honor. En la II Guerra Mundial, argume...

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Aquel compañero nuestro de la escuela, que era hijo de un militar de cierta graduación, tenía otra particularidad que lo distinguía de casi todos nosotros, hijos de campesinos o de pequeños empleados: leyendo los tebeos de Hazañas Bélicas, muy populares entonces, él se ponía de parte de los alemanes, y no de los norteamericanos, lo cual nos parecía muy chocante. Estábamos todos engañados, decía, sin duda repitiendo palabras que escuchaba con frecuencia en casa, esos dictámenes inapelables de los padres que los hijos asumen como puntos infantiles de honor. En la II Guerra Mundial, argumentaba apasionadamente, los buenos habían sido los alemanes, lo cual a los otros niños nos llenaba de asombro, no por nada, sino porque en los tebeos y en las películas los alemanes eran invariablemente los malvados, y los norteamericanos y los británicos, los héroes que al final ganaban las batallas, o tomaban las fortalezas, culminando espectaculares acciones de comandos, cuya apoteosis venía acompañada por músicas marciales. Quién podía olvidar la banda sonora de Los cañones de Navarone, de El puente sobre el río Kwai, que seguían escuchándose en el cine cuando las películas ya habían terminado, dejándonos un regusto de nobleza y valor, de una épica a la que nuestras imaginaciones no atribuían relación alguna con la realidad.

Nuestro compañero, en las horas de estudio, dibujaba aviones de caza aliados y alemanes con peculiar destreza, y en las hojas de su cuaderno desplegaba batallas aéreas que ganaban siempre los diminutos aviones con la cruz gamada en el costado. Dibujaba con la cara muy cerca del cuaderno, absorto, belicoso, y sin darse cuenta imitaba con la boca cerrada el rugido de los motores de los Stukas, el tableteo de las ametralladoras antiaéras, las explosiones de los aparatos alcanzados en el aire.

No habían pasado ni veinte años desde la rendición de Alemania, pero para nosotros la II Guerra Mundial no pertenecía al ayer tan cercano ni a la realidad, sino a los tebeos y al cine. El desembarco en Normandía había sucedido en una superproducción titulada El día más largo, con la intervención decisiva de algunas de las estrellas más prominentes de Hollywood. Y de Hitler, a quien nuestro compañero germanófilo decía admirar tanto, sabíamos casi en exclusiva lo que se contaba de su encuentro con el general Franco en Hendaya, en 1940: el Caudillo, decían con reverencia los locutores en los documentales, y nos repetían los maestros en la escuela, se había enfrentado al Führer con firmeza y astucia, negándose a someterse a sus exigencias de que España entrara en la guerra, y salvando así a nuestro país de calamidades horrorosas. Hitler, el amo de Europa, no había sido capaz de doblegar a Franco, igual que tampoco lo lograron después los países ganadores de la guerra, que condenaron a nuestro país a un injusto aislamiento internacional. España estaba orgullosamente, gloriosamente sola. "¿Qué se han creído?", preguntaba desafiante un panfleto de la época que leí años después, "¿Que preferimos la gasolina a Felipe II?"

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Ese aislamiento tan largo ha dejado grandes espacios en blanco en nuestra conciencia histórica. El desembarco en Normandía no forma parte de ella. El vendaval jubiloso de la Liberación no llegó hasta nosotros más que como el eco débil de algo que sucedía en otra parte, y que quizás calentó brevemente el corazón de algunos exiliados interiores, levantando esperanzas que no iban a cumplirse. Los aliados liberaron a Europa, pero dejaron intacta la tiranía franquista, con la misma indiferencia con que durante la Guerra Civil española negaron toda ayuda al Gobierno legítimo y consintieron la intervención alemana e italiana a favor de los sublevados. Antes de que las tropas llamadas nacionales entraran en Madrid el régimen de Franco había sido reconocido por democracias tan intachables como la británica y la francesa. Durante la ocupación nazi de Francia, muchos republicanos españoles lucharon en la Resistencia, y varios miles también combatieron con uniformes franceses y británicos en la campaña del Norte de África, participaron en el desembarco en Normandía, estuvieron en la primera línea del avance de la división Leclerc hacia París.

Para los españoles supervivientes de aquellos combates, y para los de los campos de Mauthausen y de Buchenwald, estaba clara la continuidad entre la guerra española y la guerra europea, la lucha sin cuartel entre las democracias y el fascismo. Ellos, los que viven todavía y recuerdan, sin embargo no son recordados, ni en este país que perdieron ni tampoco en aquellos a los que huyeron y en los que lucharon. Podrían ser nuestro vínculo con una historia europea que sigue siéndonos ajena, y podríamos aprender de ellos lecciones de entereza y ejemplaridad como las que enseñan con sus solas presencias esos ancianos con gorras militares sobre los cabellos blancos y medallas en las solapas de las chaquetas civiles que se han visto estos días de conmemoración en las playas normandas y en esos vastos cementerios de cruces blancas sobre la hierba reluciente. Estos días, en las revistas extranjeras, se ven fotos de combatientes jóvenes de entonces junto a las de los hombres viejos y devastados por el tiempo en los que se han convertido, y se recogen los testimonios en primera persona de lo que vieron y recuerdan, la niebla y la irrealidad del amanecer del 6 de junio, el regusto en la boca de la inminencia de la muerte, la carnicería de la playa Omaha, donde las baterías de ametralladoras alemanas no castigadas por los bombardeos de la aviación hacían fuego desde los búnkeres de los acantilados sobre los soldados jóvenes y despavoridos que ni siquiera tenían la oportunidad de poner pie en la arena.

Nadie honra a los soldados españoles muertos en aquella batalla: no hay autoridades españolas entre las filas de los dignatarios que se reúnen a pronunciar discursos, a escuchar himnos en posición de firmes y a repartir alguna condecoración más entre los ancianos que aún están en condiciones de recibirlas. En las tribunas están juntos los viejos adversarios, pero nosotros somos tan invisibles, tan irrelevantes en la ceremonia de la conmemoración como lo fuimos en aquellos tiempos. Los periódicos, qué remedio, han reflejado con cierta amplitud el sexagésimo aniversario de aquella jornada de carnicería y heroísmo, pero nuestra conciencia política anda en otras cosas, y nuestra memoria civil carece casi por completo de pulso. La Europa moderna empezó quizás a erigirse sobre el asalto a los búnkeres, a las alambradas, a los campos de minas, a los terribles obstáculos de vigas de hierro entrecruzadas con que Rommel ordenó erizar las playas francesas del Atlántico, y en los que quedaron prendidos como guiñapos tantos soldados aliados. Pero el origen de nuestra modernidad democrática es mucho más confuso, no ofrece fechas indudables cuyo recuerdo pueda unirnos ni heroísmos verdaderos o inventados sobre los que cimentar una liturgia cívica común. Hubo héroes, desde luego, pero se han ido muriendo sin monumentos y sin homenajes, en muchos casos sin una mala pensión que les aliviara la vejez. Como los recuerdos eran incómodos y las heridas de la guerra y la posguerra no cicatrizaban, se prefirió construir no sobre el pasado, sino sobre la amnesia, o sobre alguna confortable identidad tribal, ajena al tiempo, anterior a la Historia.

En mayo de 1945, cuando los primeros soldados norteamericanos se acercaron al campo de exterminio de Mauthausen, los recibió un gran cartel de bienvenida escrito en español por los cautivos que lo habían liberado ya sin ayuda de nadie, con las armas robadas a los SS. Pero cincuenta años más tarde, en el aniversario de aquella liberación, no hubo autoridades españolas. Nuestro aislamiento estaba terminado, y por primera vez formábamos parte del presente y del porvenir de Europa, pero no de su pasado, ni de la parte del nuestro a la que pertenecían los resistentes españoles que habían combatido y muerto en el campo. Pasa el tiempo, envejecen y mueren los testigos, el sufrimiento y el coraje se van diluyendo en un olvido que había sido anticipado por la indiferencia. Quedan las fotografías, los documentales, los libros minuciosos de Historia. Pero también nosotros, tan poco adictos a la piedad hacia los que se fueron y a la rememoración de nuestra deuda con ellos, habremos perdido algo cuando se haya extinguido el último de los ancianos que estos días deambulan por las playas de Normandía, las hilachas blancas del pelo desordenadas por el viento del mar, acordándose como si fuera ayer mismo de lo que vivieron un amanecer de hace sesenta años.

Antonio Muñoz Molina es escritor.

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