Crónica:APROXIMACIONES

Cocinar según el libro

Cuando me fui por primera vez de casa a los veinte años, y comencé así una existencia básicamente nómada, mi abuela me dio un tarro pequeño con un paquete de sal y un trozo de pan. Según me contó, había un antiguo cuento popular judío que trataba de un viajero al que un ángel le hace un regalo semejante, para que nunca tuviera hambre; y para que a mí no me faltase jamás la comida, ella quería que yo cargase con el tarro dondequiera que me llevara la suerte. Tras innumerables casas en más países de los que soy capaz de recordar, el tarro está ahora en una repisa alta de la que espero que sea mi...

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Cuando me fui por primera vez de casa a los veinte años, y comencé así una existencia básicamente nómada, mi abuela me dio un tarro pequeño con un paquete de sal y un trozo de pan. Según me contó, había un antiguo cuento popular judío que trataba de un viajero al que un ángel le hace un regalo semejante, para que nunca tuviera hambre; y para que a mí no me faltase jamás la comida, ella quería que yo cargase con el tarro dondequiera que me llevara la suerte. Tras innumerables casas en más países de los que soy capaz de recordar, el tarro está ahora en una repisa alta de la que espero que sea mi última cocina. Está ahí para recordarme que la literatura no es solamente alimento del alma.

El Quijote, 20.000 leguas de viaje submarino, Al faro o La importancia de llamarse Ernesto tienen variadas y apetecibles recetas
En la Eneida aquellos que descienden al infierno deben amansar a Cerbero, el perro de tres cabezas, con pasteles de miel
Bajo cualquier disfraz, toda la comida es en esencia una prueba de nuestra humanidad

Siempre me he sentido atraído por las historias que hablan de comida, mejor dicho, por las historias en las que los personajes se detienen a comer y pasan un tiempo en la cocina o reunidos en torno a una mesa. Quería saber si existía algo remotamente semejante al pastel en el que el padre de Peter Rabbit terminó tristemente sus días, o cuál era la misteriosa sustancia llamada jelly que aparecía con tanta frecuencia en los libros de Enid Blyton y de la que, en Buenos Aires, no sabíamos nada. Cuando el Capitán Nemo sirve a Monsieur Aronnax y sus compañeros un opíparo desayuno en 20.000 leguas de viaje submarino, yo también quería probar "lo que piensas que es carne, pero es sólo filete de tortuga" e "hígados de delfín que podrían pasar por ragú de cerdo", seguidos de "conserva de holoturia..., crema suministrada por los cetáceos..., azúcar de las grandes algas del Mar del Norte y por último... compota de anémona, que puede equipararse a las de las más deliciosas frutas".

Un verano de mi adolescencia en el que andaba perdido por la Tierra Media de Tolkien, fui a dar a los Valles de Anduin que, como todo el mundo sabe, están custodiados por los Beornings. Estas gentes insociables son vegetarianas: su plato principal es una especie de maravilloso pastel de miel. Decidí que tenía que probarlo. En la casa que habíamos alquilado para el verano había un antiguo libro de cocina alemán, salpicado de mantequilla y moteado de huellas dactilares de chocolate, y en sus páginas venerables encontré una receta de Lebkuchen. Quizá no fueran esas galletas de miel, avellanas y especias lo que Tolkien tenía en mente: no me importaba. Medí, mezclé, corté y horneé, y al final obtuve una hornada de pasteles Beorning que me permitieron abrirme camino a mordiscos por los mágicos paisajes, tumbado en una butaca bajo un jacarandá del jardín.

Algunos dirán que el hechizo de un libro debería funcionar sin ayuda. W. H. Auden se negaba a leer en el mismo escenario de la historia; por tanto, evitaba leer versos chistosos en la sala de estar, por ejemplo, o las obras de Richard Jeffries, el naturalista de Wiltshire, en las colinas de Wiltshire. A mí, en cambio, me gusta reforzar la magia. Me he sentado en los Kew Gardens de Londres a leer el ensayo de Virginia Woolf sobre ese lugar, y he escuchado a Schönberg mientras leía la novela Doctor Fausto de Thomas Mann, inspirada en la vida del compositor. El contexto y el contenido se mezclan en mi imaginación y el sabor de la comida que toma uno de los personajes del libro que estoy leyendo me introduce, por así decirlo, en ese mundo de ficción. Cuando descubrí más tarde, en la Eneida, que aquellos que descienden al infierno deben amansar a Cerbero, el perro de tres cabezas, con pasteles de miel, recordé mi Lebkuchen y sentí que sabía exactamente cuál era el sabor rico en especias que había silenciado al monstruo ladrador.

Nos identificamos con los li-

bros que amamos; nos convertimos de alguna manera en el personaje cuya vida seguimos en las páginas. Quizá sea difícil emprender los mismos viajes que Lemuel Gulliver, o compartir el desventurado amor de Madame Bovary, o estar presente en una de las exquisitas fiestas de Jay Gatsby. Pero no hay razón para que no probemos el pudín de Navidad de la señora Cratchit "como una bala de cañón moteada, igual de duro y firme, resplandeciendo en la mitad de medio cuartillo de coñac prendido", o saborear los sándwiches de pepino que devora Algernon en La importancia de llamarse Ernesto. Un amigo escritor de Bombay me dio la receta de su madre para el curry de verduras y así pude compartir la primera comida que Kim procura a su lama en la memorable novela de Kipling; otro, de Madrid, me enseñó a guisar duelos y quebrantos, una mezcla poco cuajada de huevos, pimientos picados, y beicon que Don Quijote (nos lo cuentan en el mismo primer párrafo) come los sábados. Cuántas veces no nos habremos encontrado con cierta escena y pensado inmediatamente: "Eso es lo que me pasó a mí" o "Yo he sentido eso" y, de pronto, la historia adquiere un tinte autobiográfico, la página nos grita: "No estás solo".

Un día, para complacer a una amiga, entusiasta de Virginia Woolf, decidí preparar para ella el opíparo boeuf en daube de la señora Ramsay en Al faro, con la esperanza de que "del gran plato marrón" ascendiera "un exquisito aroma de aceitunas, aceite y jugo". "Es una receta francesa de mi abuela", explica la señora Ramsay. "Por supuesto que era francesa. Lo que en Inglaterra pasa por cocina es una abominación... Es poner repollo en agua. Es asar la carne hasta que quede como el cuero. Es pelar las deliciosas pieles de las hortalizas". Hay muchas recetas para el boeuf en daube, un estofado de buey que, como tantos platos campesinos, varía según el lugar en que se guisa, de los ingredientes a mano y de la inventiva del cocinero. Cuando lo serví, mi amiga reconoció inmediatamente la referencia literaria y, después del primer bocado, exclamó, como el invitado de la señora Ramsay: "Es un triunfo". Después, mientras comíamos hablamos de su amor por Virginia Woolf y de la primera vez que leyó Al faro, cuando era una cría, y sintió la conexión íntima que todo adolescente debe sentir con esa conmovedora crónica de esperanzas frustradas y memoria restauradora. Mi amiga habló de visitar los lugares que Virginia Woolf había conocido, y de intentar ver, tocar y oler las cosas que su autora favorita había conocido y que a mi amiga le parecía que había descrito deliberadamente para ella. Y, aunque había probado antes el boeuf en daube, y pensado en Al faro, nunca se lo habían puesto delante como un monumento conmemorativo a su amor literario, y dijo que las palabras de la página volvieron a ella, línea por línea, mientras cortaba y comía el aromático guiso marrón. Aquel boeuf en daube selló nuestra amistad.

Todos los escritores, en algún momento de la historia, mencionan los alimentos que comen sus protagonistas, aunque muchas veces sea de forma apresurada, como mencionarían que se cierra una puerta o se cruza la calle. Otras veces, sin embargo, la comida se describe con amoroso detalle, como si la naturaleza misma de los personajes dependiera de una pizca más de especias o un chorro sensual de vinagre. A veces, incluso proporcionan las recetas. No me refiero a libros como En deuda con el placer, de John Lanchester, o Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, que incluyen conscientemente las instrucciones para preparar un cierto plato, sino más bien a esa literatura paralela de libros de recetas de cocina que acompañan la obra literaria de ciertos escritores. Colette, Dürrenmatt, Rex Stout, Günter Grass y Georges Simenon nos han dejado, junto a las descripciones de comidas que nos hacen la boca agua en sus novelas, sus mejores recetas.

Uno de mis novelistas cocineros favoritos es Balzac, cuya gruesa cintura atestiguaba su afición por otros sustentos aparte del espiritual. El siglo XIX se deleitaba con comidas largas y elaboradas cuyos menús parecían un catálogo de obras de arte, desde la delicadeza de los amuse-geules o entremeses hasta las gourmandises finales o dulces de postre, y las novelas de Balzac incluyen con frecuencia magníficos banquetes o íntimos tête-à-têtes en los que los personajes pasan de un complicado plato al siguiente, sus papilas evolucionando probablemente al ritmo de las historias de sus vidas. Pero no toda la cocina de Balzac es abrumadora. En Los campesinos, por ejemplo, menciona "las efímeras pero poderosas virtudes" de las verduras "cuando se comen, como era el caso, intactas". Su receta para un guiso de invierno, aumonières de légumes oubliés (limosneras de verduras olvidadas), es maravillosamente simple, utilizando tubérculos tardíos de invierno para rellenar pequeñas "limosneras" de hojaldre que, al abrirlas, se rocían con una crema aromática de varias hierbas. Recetas como ésta me permiten ampliar la vida de un libro más allá de sus páginas: las aumonières de légumes oubliés no se mencionan en la amplia Comedia Humana de Balzac, pero su aparición en su libro de recetas privado me permite imaginar que lo que comía el autor pudo haber sido compartido por, digamos, Papá Goriot, viejo y solo, traicionado por sus abominables hijas.

Y así, comiendo, me abro paso por los libros. Mis hijos conocen esta debilidad mía y se aprovechan innoblemente de ella. Cuando empezamos a leer El viento en los sauces, me convencieron (no les costó mucho) de que hiciéramos un pic-nic como el que el señor Rata ofrece a su nuevo amigo el señor Topo y, un soleado día en Toronto, empaquetamos cuidadosamente "una gran cesta para la merienda de mimbre" con "lenguafríajamónbueyfríoensaladadepepinillospanecillossandwichesdeberroscarneenconservacervezadegengibrelimonadagaseosa", exactamente como aparece en el texto. Cuando leímos las historias de Sherlock Holmes, el "pastel de pâté de foie gras" de La aventura del aristócrata solterón atrajo su atención y me hicieron prometer que encontraría la receta. Resultó ser bastante complicado, hasta que descubrí, en Sherlock Holmes de Baker Street, de Baring Gould, que lo que a lo que se refería Watson en realidad era a un pastel Strasbourg, un oneroso pero exquisito plato para el que hacen falta hígados de oca y trufas blancas (nunca llegué a prepararlo, pero años más tarde, viajando por Alsacia, lo pedimos en un pequeño restaurante de Colmar, y nos llevó de vuelta a Baker Street y a las aventuras del Maestro en el neblinoso Londres). Sin embargo, la petición más difícil de los niños, fue una comida descrita en uno de los libros de Tarzán (no recuerdo cuál) que consistía, entre otras cosas, en una pata de elefante estofada. Evidentemente, aunque hubiera sido posible, no íbamos a preparar cosa tan monstruosa, pero encontré una receta para este plato en el más extraño de los libros de cocina, el Grand Dictionnaire de Cuisine de Alejandro Dumas, que empieza así: "Tómense una o más patas de elefante joven...".

La comida realza la realidad de la ficción. Yo siempre busco el momento en que un personaje tiene que pararse a comer porque, para mí, la simple mención de la comida humaniza una historia. Me conmueve el "pollo que no estaba cómodo asándose" que Huck y Jim se comen cuando escapan en la balsa; los frutos secos, raíces y bayas que el monstruo de Frankenstein coloca en el fuego para el desayuno, para descubrir "que las bayas se estropeaban con la operación y las raíces y frutos secos mejoraban mucho"; el "pan, arroz, tres quesos holandeses, cinco piezas de carne seca de cabra... y un pequeño recordatorio del maíz europeo" que Robinson Crusoe rescata del naufragio; la sopa de pescado "hecha de almejas pequeñas y jugosas, apenas más grandes que avellanas, mezcladas con galletas de barco machacadas y ¡cerdo salado cortado en pequeños copos! todo ello enriquecido con mantequilla y abundantemente sazonado con sal y pimienta" que la posadera sirve a Ismael y Queequeg antes de su partida en busca de la Ballena Blanca. Me convence absolutamente la aflicción de Ulises y sus compañeros porque, a pesar de estar de duelo por sus amigos, a los que el cíclope había masacrado, se toman un momento para comer y beber, llenándose de "carne de carnero en increíble abundancia y vino dulce".

Bajo cualquier disfraz, desde el elaborado festín de una novela artúrica hasta la más sencilla cena de una historia de Mavis Gallart, toda la comida (la literatura nos lo cuenta) es en esencia una prueba de nuestra humanidad común: pan para recordarnos la tierra de la que venimos y sal para recordarnos la tierra a la que todos tendremos que retornar.

Fragmento de 'El gusto', de Jan Brueguel de Velours (1568-1625), en el Museo del Prado.

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