Editorial:

Fiscal investigador

Entre las reformas anunciadas por Juan Fernando López Aguilar, en su primera comparecencia parlamentaria como ministro de Justicia, destaca la de atribuir al ministerio fiscal la investigación del delito en el proceso penal, aligerando en este punto la instrucción sumarial tradicionalmente reservada a los jueces. La idea ha suscitado una polémica exagerada, descabellada en algunos aspectos, pese a que es todo menos una novedad: ha estado asociada desde los primeros años de la democracia al objetivo de transformar el lento y engorroso proceso penal heredado del siglo XIX, eminentemente escrito,...

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Entre las reformas anunciadas por Juan Fernando López Aguilar, en su primera comparecencia parlamentaria como ministro de Justicia, destaca la de atribuir al ministerio fiscal la investigación del delito en el proceso penal, aligerando en este punto la instrucción sumarial tradicionalmente reservada a los jueces. La idea ha suscitado una polémica exagerada, descabellada en algunos aspectos, pese a que es todo menos una novedad: ha estado asociada desde los primeros años de la democracia al objetivo de transformar el lento y engorroso proceso penal heredado del siglo XIX, eminentemente escrito, y adaptarlo a los criterios de oralidad, publicidad y rapidez que demanda la Constitución.

La atribución al fiscal de la investigación del delito en el marco de un proceso acusatorio, eminentemente oral, que coloque sobre la mesa del tribunal juzgador el hecho delictivo y las pruebas practicadas en un plano de igualdad entronca con el tipo de justicia penal requerido por la Constitución. Pero para que sea coherente con los valores que consagra se requeriría una previa y radical modificación del estatuto orgánico del ministerio fiscal. En la actual situación de subordinación institucional de los fiscales al poder ejecutivo, y con el riesgo permanente de destitución del fiscal del Estado por el Gobierno que lo nombra, otorgar al fiscal funciones decisorias en relación con la investigación del delito o con la obtención de pruebas inculpatorias constituiría un peligro para las garantías del proceso.

El mandato de cinco años, no renovable, y con causas de cese tasadas y objetivadas, que el Gobierno quiere establecer para el fiscal del Estado supone un paso decisivo para reforzar su imparcialidad y autonomía de actuación. Pero no basta para garantizar que la investigación del delito no se detendrá o se desviará por derroteros contrarios a su clarificación en asuntos que afecten a miembros del Gobierno o a ámbitos sensibles para el Estado. La reforma exige otros y radicales cambios del actual estatuto fiscal. Y debe tener como contrapartida una actuación del actual juez intructor especialmente centrada en garantizar la correcta realización de la pruebas solicitadas por las partes y los derechos de los acusados.

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Se trata, así, de una reforma arriesgada pero no disparatada, sólo factible si el ministerio fiscal es sometido antes a una profunda transformación en su estructura y sistemas de trabajo, y que contribuiría, de llevarse a cabo correctamente, a aligerar una instrucción sumarial cuya lentitud es causa principal del permanente atasco de la justicia penal.

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