Columna

Ciudad coloreada

Sanseacabó. La boda tuvo su consumación como espectáculo público y los madrileños se reparten entre los que han quedado satisfechos y contentos por ver a su príncipe desposado y los que, siguiendo una tradición cortesana y retorcida, han echado cuentas mentales del monto de la dilatada cuestión. Ocúpese de ello quien corresponda y reflejemos en esta columna lunática -de lunes- algo de lo que hemos visto y oído vagabundeando por la capital.

No es la primera vez que se casa un Príncipe de Asturias. El hijo de Carlos III, aquel infeliz cornudo que fue Carlos IV también lo hizo en Madrid, a...

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Sanseacabó. La boda tuvo su consumación como espectáculo público y los madrileños se reparten entre los que han quedado satisfechos y contentos por ver a su príncipe desposado y los que, siguiendo una tradición cortesana y retorcida, han echado cuentas mentales del monto de la dilatada cuestión. Ocúpese de ello quien corresponda y reflejemos en esta columna lunática -de lunes- algo de lo que hemos visto y oído vagabundeando por la capital.

No es la primera vez que se casa un Príncipe de Asturias. El hijo de Carlos III, aquel infeliz cornudo que fue Carlos IV también lo hizo en Madrid, a finales de 1765; le adjudicaron la princesa María Luisa de Parma, prima carnal suya, que vino de Génova y, tras unas cuantas demoras por motivos de salud, unieron sus destinos. Los desposorios se celebraron en el Real Sitio de la Granja de San Ildefonso, pero fue la capital del reino el escenario de los fastos obligados. Quienes se divertían en estas celebraciones eran los nobles, la casta palatina y los embajadores extranjeros. Bailes, refrescos, cenas, teatro y corridas de toros.

Aquel Madrid era inimaginable, para la mentalidad de hoy. Nuestra ciudad estaba saliendo de la época militar de los Austria y apenas era una desordenada acumulación de casas, palacios y suciedad. El gran rey echó mano de los mejores ingenios disponibles, españoles y algunos extranjeros, traídos de su larga estancia napolitana. Entre los primeros, el arquitecto Ventura Rodríguez y el general de ingenieros Francisco Sabatini, que ha dejado memoria en los jardines del Palacio Real. Y un sujeto al que Madrid debe mucho y sólo le ha dado un mísero callejón junto a las cocheras del Metropolitano: don Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, encargado de la Hacienda Pública y, para Madrid, una especie de Presidente de la Comunidad Autónoma. Cayó mal a los españoles, que siempre han detestado a los que, de fuera, quisieron gobernar sus asuntos, lo hiciesen bien o mal.

Esquilache comenzó el adecentamiento de la Villa, empedró muchas de sus calles, construyó paseos y promovió el alumbrado de algunos sectores, aunque no cabe duda de que era bastante corrompido el hombre. Que barrió para adentro no cabía la menor duda. A su hijo mayor le promovió, del grado de teniente coronel, al de mariscal; al siguiente le dotó con una espléndida canongía y reservó para el más joven la Administración de la Aduana de Cádiz, con la particularidad de ser un niño de pecho, por lo que se le nombró un sustituto, a la espera de que pudiera, al menos, gatear. Aparte de estas depravaciones familiares -que muchos achacaron a su esposa, doña Pastora, a la que las malas lenguas inventaron un inexistente lío con el monarca- el fino italiano realizó buen número de mejoras, pero se estrelló en el asunto de las capas y los sombreros gachos, como todo el mundo sabe.

Tres siglos después se nos casa otro heredero y Madrid cae entre las manos de singulares decoradores que nos la han presentado como si fuera una mujer vieja que saliera a la calle mal pintarrajeada. La iluminación nocturna, a decir de muchos, no ha sido feliz. Coinciden en compararla con los tubos de neón que singularizan algunos clubs de carretera, mezclando tonos incasables y un punto ridículos. A la pobre Cibeles la contagiaron una ictericia aguda tornasolada con reflejos de drag queen y degradaron la acertada iluminación anterior de la Central de Correos y el coqueto palacio de Linares, tiñendo de tonos lila los corpulentos árboles del Prado y Recoletos. Luego, la Gran Vía, arbolada de gallardetes y enroscadas tiras amarillas de latón, que parecen una publicidad de fantas o mirindas, recatados algunos edificios con enormes lienzos para los que no hay la necesaria perspectiva.

El buen pueblo de Madrid, a pie o motorizado, colapsó el centro de improvisados isidros que disfrutaban con el espectáculo colorista e intentaban adivinar el vaivén de los "cañones de luz" que surcaban el cielo, velados por la intensa refracción de una ciudad bien iluminada. A la una y a las dos de las madrugadas precedentes se formaron formidables atascos que declaraban fuera de respeto a los semáforos, sin la suficiente dotación de agentes de tráfico para canalizar el caos en Atocha, Neptuno, en Cibeles, en Colón. Las templadas noches favorecieron la afluencia de una población deseosa de disfrutar del esfuerzo luminotécnico, al parecer frustrado. Claro que otros, quizá la mayoría, lo encontraron de su agrado sobre lo que, todo el mundo sabe, nada hay escrito.

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