Columna

Alhucemas

La madrugada del lunes al martes me desperté súbitamente poco después de las cuatro, y como suelo hacer cuando eso ocurre, porque una duerme y escribe a deshoras, aproveché para sintonizar mi querido programa Si amanece, nos vamos, de la SER, que actúa precisamente contra los monstruos que la razón produce mientras ronca, a pesar de su nombre basado en la frase que Goya inmortalizó en uno de sus Caprichos.

Yo me había ido a dormir como murió el padre de Hamlet, con la oreja colmada de veneno, en este caso las pócimas abrasivas destiladas por la antigua delegada del Gobierno en Ca...

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La madrugada del lunes al martes me desperté súbitamente poco después de las cuatro, y como suelo hacer cuando eso ocurre, porque una duerme y escribe a deshoras, aproveché para sintonizar mi querido programa Si amanece, nos vamos, de la SER, que actúa precisamente contra los monstruos que la razón produce mientras ronca, a pesar de su nombre basado en la frase que Goya inmortalizó en uno de sus Caprichos.

Yo me había ido a dormir como murió el padre de Hamlet, con la oreja colmada de veneno, en este caso las pócimas abrasivas destiladas por la antigua delegada del Gobierno en Cataluña y por el obsecuente capitoste de la autonomía murciana. Me había acostado con la bronca del día, pues, mi sangre mestiza y mi mente internacionalista revueltas; con esa desazón que producen los agitadores de la mentira, los inventores de currículos, los licenciados en rencor que nuestro país produce dentro y fuera de temporada. Pensé que la voz de Roberto Sánchez, a esa hora presumiblemente ocupada en coordinar preguntas y respuestas de los oyentes, desenredaría el nudo de mis entrañas.

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Y así fue, pero no gracias al entretenimiento, sino a la irrupción de la tragedia. Porque en aquel momento el programa estaba recibiendo las voces de los sobresaltados por el terremoto, los testimonios de quienes habían experimentado su cercanía pero no su mal. Gente de Melilla, de Málaga, de otros puntos de Andalucía, incluso de Marruecos, de la parte en donde hay cobertura. En algún momento entendimos que había otra voz peor, la del silencio, en la zona del epicentro. Al final de la cadena de llamadas, el silencio se abría a las peores interpretaciones.

Volví a dormir preguntándome cuántas serían las víctimas, cómo sufrirían en aquellos mismos momentos, y el resto de mi sueño siguió siendo sobresaltado, pero esta vez por un dolor real, por la impotencia ante la realidad y no ante sus fantoches. Los fantoches habían dejado de existir, relegados a su pestilente caverna.

La radio, que no puede ni debe evitarnos la vileza del gruñido bípedo, también nos acerca el sonido desnudo de la voz humana. La voz en la pena y en la solidaridad, en la angustia y la espera.

Alhucemas, hermanos. Dolor grande y real.

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