Columna

Genitales

Dice Susan Sontag, en sentido figurado, que cada vez que escucha la palabra identidad le entran ganas de llevar la mano a la pistola. Susan Sontag, vieja colaboradora de este diario y reciente premio Príncipe de Asturias, es una intelectual creativa e irreductible, rompedora, valiente y sabia; militante de cuanta causa noble y progresista hay en el mundo -y eso que hay muchas- y, por ello, claro, enemiga declarada de las identidades colectivas. De las otras no, naturalmente, porque es la identidad individual la que nos previene contra la estolidez de la tribu. Contra la fácil -y ridícula- enso...

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Dice Susan Sontag, en sentido figurado, que cada vez que escucha la palabra identidad le entran ganas de llevar la mano a la pistola. Susan Sontag, vieja colaboradora de este diario y reciente premio Príncipe de Asturias, es una intelectual creativa e irreductible, rompedora, valiente y sabia; militante de cuanta causa noble y progresista hay en el mundo -y eso que hay muchas- y, por ello, claro, enemiga declarada de las identidades colectivas. De las otras no, naturalmente, porque es la identidad individual la que nos previene contra la estolidez de la tribu. Contra la fácil -y ridícula- ensoñación del "pueblo".

Yo propongo humildemente hacer una leve acotación a la frase de la norteamericana Susan Sontag. Y construir un lema, no menos concreto, éste: cada vez que escucho la palabra identidad, me llevo la mano a los genitales. En sentido figurado. Es una alternativa más pacífica -las armas siempre las carga el Diablo- y probablemente más eficaz. A partir de ahora, pues, cada vez que alguien me hable de raíces que se convierten en identidades, o de identidades que trepan hacia las raíces -inventándolas casi siempre-, o de otros engendros parecidos, llevaré mi mano derecha hasta la zona establecida. O la izquierda.

Y me alegraré luego, y lo diré, de vivir en un país sin identidad. Porque España tiene tantas, tantísimas, que acaba no teniendo ninguna. ¿Dónde está la identidad española? En ningún sitio ya, muerto Franco, aquel hombre siniestro que quiso que toda España fuera una Castilla la Vieja misticoide y violenta. Pero esa España no existe, en realidad nunca existió. España son muchos lugares que tienen poco que ver entre sí. Como Tarifa y Ondarroa. O Lanzarote y Jaca. O Xàtiva y Toro. O Caravaca y Mahón. O Cadaqués y Mondoñedo. De ese fecundo no ser nace un estado cívico, cada vez más irónico, felizmente poblado de extranjeros que cada vez dificultan más el fatuo -y a veces cruel- discurso de las esencias. Porque sólo los estados sin identidad tienen futuro. Los grandes estados donde uno sólo es un ciudadano, y nada menos que un ciudadano.

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