Tribuna:ANÁLISIS

Un triste y agrio adiós

EL PLENO DEL CONGRESO del miércoles 17 de diciembre, donde el presidente Aznar informó sobre los resultados de la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea (UE) reunida el pasado fin de semana, mostró el galopante grado de deterioro de la vida parlamentaria desde que el PP alcanzó hace cuatro años la mayoría absoluta. El interés fundamental de la sesión era conocer las razones de que la Conferencia Intergubernamental (CIG) hubiese fracasado en su intento de aprobar el proyecto de Tratado por el que se instituye la Constitución para Europa. El texto de ese documento había sido...

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EL PLENO DEL CONGRESO del miércoles 17 de diciembre, donde el presidente Aznar informó sobre los resultados de la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea (UE) reunida el pasado fin de semana, mostró el galopante grado de deterioro de la vida parlamentaria desde que el PP alcanzó hace cuatro años la mayoría absoluta. El interés fundamental de la sesión era conocer las razones de que la Conferencia Intergubernamental (CIG) hubiese fracasado en su intento de aprobar el proyecto de Tratado por el que se instituye la Constitución para Europa. El texto de ese documento había sido adoptado -mediante asentimiento- en julio de 2003 por una Convención sobre el futuro de Europa convocada a iniciativa del Consejo Europeo de Lacken, de diciembre de 2001; presidida por el ex presidente francés Giscard d'Estaing, quedó integrada por representantes de los 15 Estados miembros y de los 13 países candidatos. El tropiezo en el camino de la CIG -remediable en el futuro- siempre hubiese sido una triste despedida para Aznar tras ocho años de activa presencia en la política europea: de añadidura, las imputaciones lanzadas contra el jefe del Ejecutivo por los portavoces de la oposición a causa de sus responsabilidades específicas en el naufragio del proyecto dieron un aire todavía más sombrío a ese adiós. La compleja génesis del fracaso de la CIG -pendiente todavía de conocerse buena parte de los entretelones del drama- no se presta a las simplificaciones maniqueas que el presidente del Gobierno suele utilizar en su doble condición de cruzado del Bien y de azote del Mal. Pero aun dando por descontado que no es el único responsable de que la Constitución europea haya quedado por el momento aparcada, la tentativa de Aznar de quitarse todas las pulgas de encima es una falsedad simétricamente opuesta. El discurso del jefe del Ejecutivo en la sesión del miércoles -veteado de homenajes secretos al alcalde de Móstoles de 1808- desmintió su autoproclamada inocencia. Al tiempo que rehuía cualquier responsabilidad en la catástrofe y señalaba con el dedo a Francia, Aznar reconoció haber dejado para el último momento -cuando la negociación era ya imposible- la presentación de propuestas capaces de facilitar el compromiso entre la arquitectura institucional del Tratado de Niza y la futura Constitución.

El presidente del Gobierno se despide del Congreso, tras 20 años de trabajo parlamentario, rehuyendo cualquier responsabilidad política en el fracaso de la Conferencia Intergubernamental

Las desventuras europeas de Aznar tienen en común con otros episodios de política interna protagonizados por esa malencarada réplica española de Tartarín de Tarascón su torpe arrogancia autoritaria; el presidente del Gobierno oculta bajo los grandes principios un rasgo de carácter típico de la gente insegura y oportunista que teme los acuerdos negociados mediante argumentos racionales y no a base de golpes bajos y puñaladas por la espalda. En el turno de preguntas de control al Gobierno, Aznar utilizó como estribo -su "última ocasión de dirigirse a la Cámara"- una pringosa cuestión cortesana del obsecuente portavoz del PP para enriquecer su malhumorada despedida europea con un adiós no menos desabrido al escaño que ha venido ocupando durante 20 años. Aznar agradeció a los ministros, parlamentarios y militantes del PP -tratados como como si formasen parte del cuerpo de casa doméstico- la "lealtad, cohesión y entrega" hacia su persona; durante la sesión había rociado a los líderes de la oposición con odio, vitriolo y desprecio.

No resulta fácil, en verdad, reconciliarse con la idea de que la herencia mental, ética y emocional dejada por el ejercicio del poder a sus ocupantes cuando lo abandonan sea la procaz combinación de desdeñosa condescendencia respecto al séquito propio, aborrecimiento rencoroso hacia los adversarios y fatua prepotencia con la opinión pública desplegada obscenamente por Aznar durante su última intervención parlamentaria. La democracia debería exigir a sus protagonistas alguna altura intelectual, cierta nobleza moral y una mínima generosidad de sentimientos.

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