Columna

Independencia

Después de su derrota de 1974 frente a Valéry Giscard d'Estaing, François Mitterrand se interrogaba sobre su destino. Y preguntaba: ¿cuál es el destino del Sena, llegar al mar o arrasar París? Los próximos días sabremos si el destino de Pasqual Maragall es presidir la Generalitat o quedar para la historia como el alcalde de los Juegos Olímpicos de 1992. Pero, de momento, hay algo que no se le puede negar: su andadura a lomos de un partido gastado (el tiempo envejece tanto o más a quien está en la oposición que a quien gobierna) ha introducido en el lenguaje político algunos conceptos que poco ...

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Después de su derrota de 1974 frente a Valéry Giscard d'Estaing, François Mitterrand se interrogaba sobre su destino. Y preguntaba: ¿cuál es el destino del Sena, llegar al mar o arrasar París? Los próximos días sabremos si el destino de Pasqual Maragall es presidir la Generalitat o quedar para la historia como el alcalde de los Juegos Olímpicos de 1992. Pero, de momento, hay algo que no se le puede negar: su andadura a lomos de un partido gastado (el tiempo envejece tanto o más a quien está en la oposición que a quien gobierna) ha introducido en el lenguaje político algunos conceptos que poco a poco se van socializando (y mucha gente los repite ya sin atención al origen) y ha originado un cambio sin precedentes en la posición del PSOE sobre el Estado autonómico.

La tozudez de Pasqual Maragall ha tenido mucho que ver con la penetración en el debate político español de la idea de la España plural. Puede que lo que podría parecer un obstáculo -un PP encelado con la simbología y la retórica de la España una- haya acabado abriendo una vía favorable a las pretensiones de Maragall, porque de algún modo el PSOE tiene que demostrar que lo suyo no es el fanatismo -a menudo, cínico- del PP, si quiere tener espacio en el que sobrevivir. Pero en tiempos en que el plan Ibarretxe es visto desde Madrid como una amenaza sin matices a la inquebrantable unidad de la patria, conseguir que el PSOE coja en sus manos -aunque lo haga con guantes y sin levantarla demasiado- la bandera de la España plural tiene su importancia. Por una razón simple: tal como está actuando el PP, sólo el PSOE puede evitar el choque de trenes nacionalistas.

Una idea política sólo puede tener éxito si tiene una base real y experiencial sobre la que asentarse. Por eso, la apuesta por la España plural requiere el complemento de la España en red, que dibuja un mapa distinto, que deja de estar basado en un centro del que emanan todas las vías de comunicación. La España radial articula la circulación de dineros, personas, mercancías, ideas y leyes como un trayecto que tiene siempre salida y llegada en Madrid. La España en red apunta a un sistema internodal, en que muchos son los puntos sobre los que se construye una trama, con multiplicidad de recorridos. Y de ahí se deducen muchos otros ítems para los que Maragall ha demostrado capacidad de contagio: desde las eurorregiones hasta los arcos periféricos o los sistemas de ciudades.

El acuerdo de Santillana ha sido despreciado por los adversarios de Maragall en una campaña electoral sin escrúpulos. Sin duda, desde las sensibilidades periféricas puede sonar insuficiente. Pero hay que situar las cosas siempre en perspectiva. Se trata de iniciar un camino para el que el PSOE está poco entrenado: la construcción sobre los cimientos del Estado de las autonomías de una España más incluyente y menos excluyente. Y esto ocurre cuando el PP practica la táctica de cerrar espacios al PSOE, con una presión feroz sobre el tema de la deslealtad a la patria, como forma de tenerle atado en posición subalterna. Los nacionalistas catalanes de CiU, que han desarrollado una táctica parecida contra el PSC en la campaña electoral, deberían ser los mejor preparados para entender lo difícil que es zafarse de esta estrategia montada sobre la identificación de un partido -un solo partido- con una patria.

Maragall (y el PSC) han contribuido más que nadie a que el PSOE pueda empezar a escapar a este estrecho marcaje. El resultado más evidente es el apoyo que la dirección del PSOE ha dado al pacto de izquierdas en Cataluña. Un apoyo de riesgo, sin duda, porque el asedio del PP será por tierra, mar y aire; porque en el seno del propio PSOE hay, como todo el mundo sabe, posiciones diversas y enfrentadas, y porque si finalmente no hay un Gobierno de izquierdas en Cataluña, Zapatero podría tener la sensación de haber apostado su autoridad para nada.

Los partidos que quieran tener futuro tienen que pensar más en términos de independencia (por eso ha sido grave que el PSC no cortara con contundencia la acusación nacionalista de dependencia exterior) y menos en retórica nacionalista (ya sea española o catalana). En este sentido, la catarsis que estos días está viviendo el PSOE, con Rodríguez Ibarra rasgándose las vestiduras o con Bono haciendo de las suyas, debería conducir a una situación en que la independencia de cada cual prime -Rodríguez Ibarra sabe mejor que nadie cuáles son los intereses de Extremadura, del mismo modo que el PSC sabe los de Cataluña- sin que ello suponga una ruptura del vínculo de cooperación y solidaridad entre unos y otros. ¿O no es eso la España plural?

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De momento, la presión de Maragall sobre el PSOE ha conseguido que Cataluña esté más presente que nunca en la política española. Y que ya no se discuta -por lo menos entre los socialistas- la premisa impuesta por Maragall -que una parte de los demás partidos catalanes, especialmente CiU, sin duda, comparten- de que hay que mandar más en Madrid.

Se dice que un buen político es aquel que sabe resolver los problemas en vez a avivarlos. Aznar se va, habiendo avivado muchas tensiones, porque sabía que le daban réditos electorales. Pero estos juegos hay un momento en que fatigan. Se decía que Rajoy había sido elegido precisamente por la capacidad demostrada de torear con habilidad situaciones conflictivas. Pero parece que antes de subir a la peana ya ha asumido la continuación de la estrategia de Aznar. Nunca he sido partidario de los consensos. Creo que el consenso como método es, en cierto modo, una neutralización y una pérdida de calidad de la democracia. Algunos defensores del consenso, imbuidos de retórica cristiana, lo elogian como el ejercicio en que todos sacrifican algo. El buen consenso, para mí el único defendible, es aquel en que todos ganan algo, que hace que la situación resultante sea mejor que la anterior. Pero, dicho eso, cuando se pacta algo, se cumple. La operación orquestada por el PP este fin de semana en la Federación de Municipios, rompiendo un acuerdo de consenso, demuestra que la cuestión de España no les interesa tanto por razones ideológicas como por razones tácticas: da votos. Y da perfectamente el tono de la próxima campaña electoral.

Una encuesta del Instituto Opina para la cadena Ser señala que el PSOE, como partido, resiste bastante bien los malos resultados de Madrid y de Cataluña, pero que cae la figura de Zapatero, especialmente entre los electores del PSOE. ¿Qué significa esto? Probablemente, que quieren que se oiga más su voz. Que plante cara al PP. Que afirme su independencia. Porque esto es lo que cuenta hoy: la independencia de cada cual, porque independencia es poder y porque sólo desde la independencia los pactos son claros y limpios. Maragall no ha tenido los votos necesarios para asentar el cambio sobre una vigorosa independencia. Su apuesta es que una coalición de izquierdas haga realidad en mayúscula un cambio que de las urnas sólo ha salido en minúscula. Otra vez la independencia. A Esquerra corresponde decidir. Sólo es independiente el que decide. Colgarse de la equidistancia es tener miedo a andar, a salir de la condición de partido pequeño para asumir la de partido grande legítimamente ganada en las urnas.

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