Editorial:

Asignaturas catalanas

El primer reto de las elecciones catalanas de hoy es la participación. Hasta ahora, el abstencionismo ha sido superior en las autonómicas que en las generales, con una diferencia de 10 puntos y más de medio millón de votantes. Este déficit no ha erosionado la legitimidad ni la influencia de los partidos catalanes y de las instituciones autonómicas en la vida política global. Pero se trata de una paradoja que conviene superar.

Hay razones, y no sólo de doctrina democrática general, para apremiar al voto. En los años ochenta, el abstencionismo pudo traer causa de la novedad que supuso el ...

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El primer reto de las elecciones catalanas de hoy es la participación. Hasta ahora, el abstencionismo ha sido superior en las autonómicas que en las generales, con una diferencia de 10 puntos y más de medio millón de votantes. Este déficit no ha erosionado la legitimidad ni la influencia de los partidos catalanes y de las instituciones autonómicas en la vida política global. Pero se trata de una paradoja que conviene superar.

Hay razones, y no sólo de doctrina democrática general, para apremiar al voto. En los años ochenta, el abstencionismo pudo traer causa de la novedad que supuso el modelo autonómico. Después, el desistimiento de muchos fue estimulado por la política del nacionalismo conservador que ha gobernado a veces más como un sindicato de agravios que como una verdadera Administración; como un ente dispensador de gasto sin el contrapunto de la responsabilidad recaudadora; y como un asunto propio de los ya instalados y ajeno a los nuevos catalanes. La endémica debilidad de la oposición y su difusa frontera con los gobernantes hizo el resto.

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Pero ahora las cosas son distintas. El presupuesto catalán supera los 16.000 millones de euros (casi tres billones de las antiguas pesetas) e incide decisivamente sobre la vida cotidiana de seis millones de habitantes. En la última legislatura la oposición ha recuperado pulso y el nacionalismo ha sufrido la erosión propia de una larga permanencia agravada por errores de gestión. Ha emergido así la posibilidad de políticas alternativas -sobre vivienda, enseñanza, seguridad ciudadana o autogobierno- derivadas de una eventual alternancia en el poder. La vida autonómica tiende así a homologarse con las democracias avanzadas, normalizando el pulso entre centro-izquierda y centro-derecha por encima del artificioso eje divisorio nacional, que albergaría el riesgo de alumbrar frentismos impermeables y de fracturar en dos la comunidad.

La alternancia no es un imperativo categórico, pues depende de la voluntad del cuerpo electoral. Pero así como la democracia española superó su reválida al cambiar sucesivamente el signo de los Gobiernos, una renovación profunda de equipos, ideas y apellidos en la Generalitat implicaría su consolidación como campo de juego político válido para todos, incluidos los representantes de las generaciones originarias de la inmigración que han percibido como lejano el poder gubernamental autónomo. Hay, por tanto, poderosos motivos para ejercer el derecho a decidir. Votando.

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