Columna

Bienes comunes de la humanidad

El integrismo del mercado, que ha adquirido carta de naturaleza en las dos últimas décadas, nos ha llevado a generalizar su uso para todo tipo de objetivos y causas. Las incongruentes y perversas expresiones sociedad de mercado, democracia de mercado, equidad de mercado, en las que el mercado fagocita pautas y ámbitos que le son ajenos e incluso resultan incompatibles con él, son consecuencias de esta voluntad de convertirlo todo en mercancía, de esta incontenible expansión del negocio en cuanto tal. Por eso es importante insistir en que hay un antes y un más allá d...

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El integrismo del mercado, que ha adquirido carta de naturaleza en las dos últimas décadas, nos ha llevado a generalizar su uso para todo tipo de objetivos y causas. Las incongruentes y perversas expresiones sociedad de mercado, democracia de mercado, equidad de mercado, en las que el mercado fagocita pautas y ámbitos que le son ajenos e incluso resultan incompatibles con él, son consecuencias de esta voluntad de convertirlo todo en mercancía, de esta incontenible expansión del negocio en cuanto tal. Por eso es importante insistir en que hay un antes y un más allá del mercado, al que pertenecen dominios y procesos que no pueden ser objeto del tratamiento mercantil propio de ese dispositivo económico. Esta afirmación de sentido común es hoy imperativa si queremos detener la escalada de las desigualdades sociales y de la degradación medioambiental a que nos está conduciendo esta desenfrenada carrera por el beneficio. ¿Cuántas catástrofes humanitarias más; cuántas crisis financieras; qué insoportables niveles de miseria; cuántos millones de niños deben morir de desnutrición y abandono; qué límites de irrespirabilidad debe alcanzar nuestra atmósfera; qué nuevas enfermedades deben asolarnos; cuántas especies animales y vegetales deben desaparecer; hasta dónde debe llegar la deforestación y la desertificación para que salgamos de la espiral del negocio individual y nos preocupemos de lo que tenemos en común, de nuestra riqueza colectiva, de la que depende buena parte de nuestro bienestar actual y nuestra supervivencia futura? ¿Cómo llamar, cómo promover y cómo administrar ese patrimonio de todos, del que todos somos responsables y al que todos tenemos igual derecho? El tema es viejo y ya en el siglo XVIII David Hume, en su Tratado de la naturaleza humana (1739) y Adam Smith en su indagación sobre La riqueza de las naciones se preguntan sobre la condición y el uso de los bienes públicos y desde entonces los economistas no abandonan esta problemática.

En 1954, Paul Samuelson en la Review of Economics and Statistics (n° 36) actualiza el análisis caracterizando los bienes públicos con el doble parámetro de la no rivalidad -no compiten con otros- y la no excluibilidad -nadie puede ser excluido de su disfrute-. En 1991, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), con el libro de Kaul, Grunberg y Stern (Global public goods. International cooperation in the 21st century, UNDP / Oxford University Press) legitima su circulación institucional y académica. Con este nombre, con el de Global commons, de Susan Buck; con el de Les biens collectifs, de Alain Wolfelsperger; con el de International public goods, de Ferroni y Mody, de lo que se trata es de elaborar una nueva categoría que sirva para ocupar los territorios de los que no puede dar cuenta suficiente el mercado. Y ello sean tanto de naturaleza natural / material -la atmósfera, el agua, los océanos, el ser vivo, la salud, etc.- como inmaterial -la paz, el conocimiento, la educación, la justicia social mundial, las artes y el patromonio cultural, etc.-, y se extiendan al espacio mundial o se limiten a ámbitos regionales o locales. Hoy, dominados por el unilateralismo del imperio y la agresividad de las multinacionales, es fundamental que creemos sistemas de implementación y gestión que den cuerpo de realidad a esos bienes comunes, capaces de responder a la satisfacción de las necesidades humanas básicas. Los derechos humanos fundamentales -derecho a la paz, a la educación, a la salud, a la alimentación, a la justicia social, etc.- les dan cobertura y conjuntamente constituyen el interés general de la humanidad, el bien soberano universal. Para mí tengo que la parvedad de resultados que produjo la contestación de Mayo del 68 fue consecuencia de que nos quedamos en los eslóganes y olvidamos las propuestas. La ausencia de proyectos concretos, al mismo tiempo radicales y operativos, con los que sustituir las prácticas que se impugnaban -sólo se destruye lo que se sustituye- redujo los logros a una gran hoguera verbal, con cuyas cenizas se fortaleció el orden que se quería impugnar. La semana que viene el Foro Social Europeo de Saint-Denis y después muchas otras ocasiones deberían permitir que se elaborasen propuestas e instrumentos que confinasen al mercado en su rol y límites e hiciesen existir una solidaria reciprocidad internacional y una verdadera responsabilidad colectiva mundial.

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