Tribuna:25 AÑOS DE CONSTITUCIÓN

España: plural y diversa

Un cuarto de siglo de vida de la Constitución es una experiencia extraordinaria en la convulsa historia de la España contemporánea. Deberíamos celebrarlo, pero las sombras del conflicto territorial y de las interpretaciones excluyentes de la Carta Magna enturbian el cumpleaños. ¿Qué nos está pasando en este territorio compartido que llamamos España? ¿Por qué nuevamente tendemos al desgarro cuando habíamos comenzado a reconciliarnos con nuestro pasaporte, con nuestra identidad de identidades?

Algunos no aceptan la descentralización del poder aunque sabemos que entre nosotros es más que l...

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Un cuarto de siglo de vida de la Constitución es una experiencia extraordinaria en la convulsa historia de la España contemporánea. Deberíamos celebrarlo, pero las sombras del conflicto territorial y de las interpretaciones excluyentes de la Carta Magna enturbian el cumpleaños. ¿Qué nos está pasando en este territorio compartido que llamamos España? ¿Por qué nuevamente tendemos al desgarro cuando habíamos comenzado a reconciliarnos con nuestro pasaporte, con nuestra identidad de identidades?

Algunos no aceptan la descentralización del poder aunque sabemos que entre nosotros es más que la aplicación del principio de subsidiariedad para buscar mayor eficacia en el servicio a los ciudadanos. Otros entienden la descentralización como centrifugación del poder y eliminación de los elementos de cohesión que nos unen. Por si eso no bastara, desde el partido del Gobierno se hace un uso espurio de la Constitución, que deslegitima la pluralidad de las opciones políticas que articulan esta realidad. ¿Serán visiones trasnochadas de España que provocan tensiones que creíamos superadas en nuestra convivencia?

La propuesta del presidente del Gobierno vasco rebasa claramente los límites de la Constitución. Si se considera sólo desde el punto de vista estatutario, también rebasa sus límites de fondo y de forma. Comporta, por eso, una quiebra grave del marco político-institucional que viene garantizando la convivencia en el País Vasco y en el conjunto de España desde la vigencia de la Carta Magna y del Estatuto de Gernika. Esta fractura es cada vez más evidente y peligrosa, más allá del fenómeno de la violencia terrorista, aunque la veríamos con menor dramatismo si esta amenaza no se mantuviera subyacente en todo el proceso.

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Los fundamentos de la propuesta no son democráticos, aunque se apele a la voluntad mayoritaria y provenga de una fuerza política con tradición democrática. Una decisión democrática tiene que basarse en el ejercicio de las competencias atribuidas a quien la toma y debe legitimarse mediante el uso del procedimiento previsto en las reglas de convivencia para todos -Constitución y Estatuto-. Estas condiciones no se cumplen. Por si fuera poco, no hay un derecho internacional aplicable que pueda suplir esta falta de legitimidad interna.

Pero, sobre todo lo anterior, es un error político de consecuencias imprevisibles para el futuro de todos. Y esta clave política no puede dejar de situarse en el primer plano de nuestra preocupación, porque las crisis políticas, cuando se agudizan hasta llevarlas a un punto de no retorno, es difícil resolverlas en los tribunales. Tenemos que resolverlas los responsables políticos.

A la propuesta planteada se han sumado -dándole apoyo- los nacionalistas catalanes y gallegos. El argumento más inoportuno y contradictorio ha sido acusar a los que se oponen de nacionalistas españoles. Particularmente a los responsables del PP, porque a los responsables socialistas los acusan de seguidismo. Si consideran legítimo su nacionalismo propio, ¿cuál sería la razón para considerar ilegítimo el nacionalismo de otros?

Es probable que los dirigentes del PP tengan esa visión centralista y homogeneizadora, pero no cuestionan la vigencia -al menos hoy- de la Constitución que define el Estado de las Autonomías y reconoce el hecho histórico de las nacionalidades. Los nacionalismos periféricos, cuando muestran su irredentismo alimentan la caldera del nacionalismo centralista. ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo?

Por eso cada vez me siento menos nacionalista. Y este sentimiento se afirma cuando veo avanzar en línea de colisión los buques del nacionalismo periférico y centralista. El deterioro de las relaciones territoriales ha sido muy serio en la última legislatura y las responsabilidades de los representantes de los gobiernos, en el centro y en la periferia, son compartidas aunque no tengan la misma magnitud en el caso de Euskadi. Las crisis políticas graves suelen tener su origen en la ausencia de un diálogo que nos aproxime al otro, conociendo sus razones -su logos- aunque no se compartan.

Desgraciadamente la fuerza expansiva de todo nacionalismo irredentista, su tendencia a la exclusión del otro, entorpece el diálogo, retroalimentando las diferencias. Y este Gobierno adanista, que cree estar reinventando España, que no reconoce el pasado inmediato, tiene una responsabilidad que no quiere asumir y que nadie le reclama. Cree que encarna la voluntad nacional en exclusiva, por lo que menosprecia el pluralismo, desconoce la diversidad y olvida el acervo de lo que se ha ido construyendo entre todos.

Esta actitud, que no responde al espíritu incluyente de la Constitución, no justifica las posiciones rupturistas, pero las alienta, confundiendo a segmentos de opinión que se hacen presa fácil del clientelismo electoral que juega, de parte y parte, con las cosas más serias de nuestra vida en común.

Cumplir 25 años de Constitución democrática no es en sí mismo un dato que exija la revisión del texto, ni supone que hayamos de considerarla como las tablas de la Ley, inmutables como si se tratara de mandamientos religiosos. La Constitución ha tenido el mérito de ser fruto de un amplio consenso y, sin doctrinarismos, de intentar responder a los desafíos históricos de España, como la aceptación del pluralismo y la diversidad, abriéndola a la modernidad.

¿Debe cambiarse el texto en algunas de sus partes? Si existe la necesidad de hacerlo para cumplir sus objetivos, debemos hacerlo. Un debate en otros términos, como lo plantea el Gobierno de la nación, acusando a los que proponen alguna modificación de deslealtad, de falta de proyecto para España, no sólo es peligrosamente estúpido, sino que traiciona el propósito constituyente.

Es tanto más incomprensible cuanto el máximo exponente de este Gobierno y de esa postura, estuvo primero en contra de su aprobación, tanto por el método -el consenso- cuanto por sus contenidos. Razones oportunistas le llevaron a proponer su modificación creyendo que facilitaba su acceso al poder en los 90. Ahora, enfundado en la mayoría absoluta, se siente dueño, también absoluto, de sus esencias. ¿Cabe mayor despropósito?

Nunca me incliné a jugar con el texto que nos dio la oportunidad histórica de reencontrarnos en una convivencia libre, pero, por la misma causa, nunca negué la posibilidad, en caso de necesidad, de cambiar algunos contenidos para avanzar en un proyecto de España moderna en el que todos nos sintiéramos cómodos y representados.

La Constitución, como la democracia, no es una ideología, menos una religión, sino un marco de convivencia para todos, conreglas que la garantizan, tanto en sus contenidos como en los procedimientos para cambiarlos. Por eso defendí la necesidad de elaborarla, aprobarla y dotarla de esa vocación incluyente de la pluralidad de las ideas y de la diversidad de los sentimientos de pertenencia a las identidades que conforman la realidad de España.

Se están agudizando posiciones centralistas y nacionalistas que tienden a la exclusión y alteran la convivencia en libertad o en el respeto a los sentimientos de pertenencia. Y esto es, desde el punto de vista de la experiencia histórica, lo peor de lo que nos está pasando en España, aunque no aflore en la conciencia colectiva oculto en el farragoso debate de descalificaciones simplistas y peligrosas o en la caza del voto basado en la exaltación de sentimientos de rechazo del otro.

Sin embargo, si queremos construir algo, o evitar al menos que se destruya lo hecho, debemos recuperar el diálogo con todos, porque todos serán necesarios para encarar nuestros desafíos comunes. Y sólo desde el respeto a lo que significó la Constitución podemos abrir un nuevo espacio para la esperanza, para la España plural (en las ideas) y diversa (en los sentimientos de pertenencia). Un espacio que nos permita aunar esfuerzos desde la aceptación de lo común que compartimos, tanto desde el punto de vista interno -en el ámbito territorial de España-, cuanto desde el punto de vista de nuestra vocación europea -en el espacio compartido con nuestros socios de la UE-.

En la situación actual -¡ojalá no se degrade más!- esta tarea, más allá de posiciones partidistas, debe ser intentada por los socialistas. En su propia conformación, esta fuerza política articula la diversidad de sentimientos de pertenencia y se encuentra -converge- en un proyecto común por la coincidencia en el terreno de las ideas. Es decir, los socialistas participamos como tales en el mismo proyecto de España. Al mismo tiempo, esta condición, que nace de la coincidencia de las ideas en el marco de la pluralidad democrática, no excluye la diversidad de sentimientos de pertenencia, sino que les da autenticidad. Esto, que jamás pueden comprender desde el centralismo autoritario del PP, ni desde la tentación excluyente de otros nacionalismos, se convierte en la clave para la articulación de la convivencia de todos, situándonos en la centralidad del problema. No tenemos que renunciar a ser catalanistas para ser socialistas, porque no sólo es compatible, sino que se refuerza en la España diversa al estar respondiendo a su realidad misma.

Hoy, la reforma de la Constitución es algo más que deseable. Es necesaria para dar respuesta a su propia vocación de articulación de la convivencia.

Cuando aprobamos el texto, podíamos prever la orientación del desarrollo futuro de la descentralización política. La transformación más importante y profunda de un Estado centralista (y autoritario) en un Estado descentralizado (y democrático): el Estado de las Autonomías.

Pero un proceso dinámico de esta naturaleza, 25 años después de su arranque, exige una puesta a punto de los elementos de coordinación y cohesión entre los poderes autonómicos y el poder central y, en algunos casos, de revisión de los contenidos mismos de las competencias estatutarias. Para eso existen mecanismos constitucionales y estatutarios que establecen los métodos de revisión con reglas que aceptamos todos.

Si estuviéramos ante un Gobierno central que comprendiera la necesidad de esta coordinación y del reforzamiento de la cohesión inter-territorial, que no es el caso, habría que modificar las funciones del Senado para facilitar la tarea de conformación de la voluntad nacional en la nueva estructura de reparto del poder derivada del Estado de las Autonomías.

Por otra parte, cuando ingresamos en la Unión Europea, en 1986, las transferencias de poder -descentralización hacia fuera- se hacían, en porcentajes muy altos, desde las competencias atribuidas a las Comunidades Autónomas, recién estrenadas en el uso de esos poderes derivados de la descentralización interna.

En este campo no podía haber una previsión constitucional por razones obvias. Sin embargo, esta operación se hizo desde la representación del poder central sin ningún rechazo ni exigencia por parte de los poderes autonómicos. Nos ayudaba un clima positivo de vocación europeísta generalizada y de entendimiento interno entre el poder central y los poderes autonómicos.

Pasado el tiempo, empezaron a aflorar algunas reivindicaciones lógicas, aunque de difícil aplicación, de las autonomías en relación a su representación en el proceso de toma de decisiones europeas que les afectaban directamente. Esto se ha ido agudizando por la actitud del Gobierno del PP, que niega al propio Senado un papel razonable de cooperación entre autonomías y poder central para conformar la voluntad compartida.

En el momento actual, en que se produce una "constitución europea", unida a una ampliación a 25, algunas competencias se verán afectadas y la necesidad de conformar la voluntad nacional de acuerdo con la distribución interna de poderes nos llevará -inexorablemente- a cambios constitucionales internos, como el del papel del Senado.

Esta necesidad se debería ver -también- como oportunidad para recuperar el diálogo interno, maltrecho por el talante autoritario del Gobierno del PP y por la dinámica de los nacionalismos periféricos -particularmente el vasco-.

Por tanto, ya sea por razones internas (configuración de un autonomismo cooperativo y no de unas autonomías en confrontación) cuanto por razones externas de proyección europea, debemos reformar la Constitución para conformar una voluntad nacional compartida que refleje la España actual y su proyección de futuro.

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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