Editorial:

Los excesos de Ashcroft

Ha sido el propio órgano de vigilancia del Ministerio de Justicia estadounidense el que ha oficializado en un informe reciente un secreto a voces: la violación de los derechos básicos de cientos de inmigrantes ilegales detenidos en EE UU tras el 11 de septiembre de 2001. Casi un millar de personas que no tenían vínculo alguno con el terrorismo, y cuyo delito en la mayoría de los casos era su aspecto o procedencia, fueron encarceladas o deportadas. Los sospechosos, la mayoría musulmanes originarios de Oriente Próximo o el sur de Asia, estuvieron en prisión durante meses sin acusación alguna, pr...

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Ha sido el propio órgano de vigilancia del Ministerio de Justicia estadounidense el que ha oficializado en un informe reciente un secreto a voces: la violación de los derechos básicos de cientos de inmigrantes ilegales detenidos en EE UU tras el 11 de septiembre de 2001. Casi un millar de personas que no tenían vínculo alguno con el terrorismo, y cuyo delito en la mayoría de los casos era su aspecto o procedencia, fueron encarceladas o deportadas. Los sospechosos, la mayoría musulmanes originarios de Oriente Próximo o el sur de Asia, estuvieron en prisión durante meses sin acusación alguna, privados de defensa legal y a veces maltratados por sus guardianes. El fiscal general, John Ashcroft, había dado instrucciones de mantenerlos en la cárcel en tanto no se comprobara que carecían de vínculos terroristas.

El fiscal general es un cruzado de la mano dura, con amplio apoyo popular y político por su agresivo esfuerzo después del 11-S. Su reacción ante el informe de su propio departamento ha sido de arrogancia: nada hay que lamentar, acaba de decir ante el Comité Judicial de la Cámara de Representantes, a la que ha pedido nuevos poderes contra el terrorismo; ni nada de que disculparse por haber aplicado todos los medios legales posibles para proteger a los ciudadanos. Presumiblemente incluye entre ellos el secretismo de los procedimientos, la desidia del FBI por discernir entre sospechosos genuinos y víctimas accidentales o el hecho de que los detenidos pasaran de media casi tres meses entre rejas.

Nadie va a descubrir a estas alturas que desde el 11-S el Gobierno de George Bush ha pasado, dentro y fuera de su país, por encima de derechos básicos en nombre de la seguridad nacional. Todavía ahora permanecen sin acusación formal en el infamante centro de Guantánamo muchos de los supuestos terroristas detenidos en Afganistán, en violación de todas las convenciones de Ginebra que Washington ha invocado tan enfáticamente para sus soldados en Irak. Precisamente por ello, lo que otorga su gran valor al informe divulgado esta semana es que provenga no del oportunismo político o de organizaciones humanitarias, sino de la misma Administración estadounidense.

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Si el derecho de EE UU a protegerse del terror es incuestionable, igualmente lo es para un país que se considera abanderado de la democracia que esa defensa se haga sin menoscabar derechos elementales. La investigación del Departamento de Justicia debe servir para que Ashcroft abandone inmediatamente algunas de las prácticas que ha convalidado durante estos 21 meses. Pero también para que el Congreso de EE UU, teóricamente el más celoso guardián de las libertades individuales, retome la tarea inexcusable de velar por la constitucionalidad de la lucha antiterrorista.

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