Tribuna:

Reflexionemos sobre el miedo

"Si no triunfamos, corremos el riesgo de fracasar"

George W. Bush

Bagdad ha caído. Se han apoderado de la ciudad las tropas que le llevaban la libertad. Sus hospitales están penosamente abarrotados de civiles quemados y mutilados, muchos de ellos niños, y todos víctimas de los misiles, bombas y proyectiles dirigidos por ordenador y lanzados por los libertadores de la ciudad. Se han derribado las estatuas de Sadam Husein. Mientras tanto, en una conferencia de prensa en el Pentágono, el secretario Rumsfeld insinúa que el próximo país liberado puede ser Siria.

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"Si no triunfamos, corremos el riesgo de fracasar"

George W. Bush

Bagdad ha caído. Se han apoderado de la ciudad las tropas que le llevaban la libertad. Sus hospitales están penosamente abarrotados de civiles quemados y mutilados, muchos de ellos niños, y todos víctimas de los misiles, bombas y proyectiles dirigidos por ordenador y lanzados por los libertadores de la ciudad. Se han derribado las estatuas de Sadam Husein. Mientras tanto, en una conferencia de prensa en el Pentágono, el secretario Rumsfeld insinúa que el próximo país liberado puede ser Siria.

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Esta mañana, temprano, me llegó un correo electrónico de un amigo que es pintor: "Hoy resulta duro observar el mundo, y mucho más reflexionar sobre él". Todos podemos reconocernos en ese cri de coeur. Sin embargo, vamos a reflexionar.

Cuando se observa una montaña conocida, existen ciertos momentos irrepetibles. Un instante con una luz concreta, una temperatura exacta, el viento, la estación. Podría uno vivir siete vidas y no volver nunca a ver la montaña así; su rostro es tan específico como una mirada momentánea sobre la mesa del desayuno. Una montaña está siempre en el mismo lugar, y casi puede considerarse inmortal, pero, para quienes están familiarizados con ella, nunca se repite. Posee otra escala temporal.

Cada día y cada noche de la guerra actual en Irak son diferentes, con distintas penas, distintos actos de desafío, distintas estupideces. Sin embargo, sigue siendo la misma guerra, la guerra que casi todo el mundo consideró, antes de que empezara, como una agresión de un cinismo sin precedentes (el precipicio entre los principios declarados y los objetivos reales), emprendida para hacerse con el control de una de las mayores reservas de petróleo del planeta, probar nuevas armas como la bomba de microondas, armas de destrucción despiadada -en muchos casos ofrecidas de forma gratuita al Pentágono por los fabricantes, que confían en obtener contratos sustanciales para guerras futuras-, y, sobre todo, para mostrar al mundo actual, fragmentado pero globalizado, en qué consiste la conmoción y el espanto.

Se puede decir de forma menos retórica. El objetivo principal de la guerra, comenzada en contra de la opinión de la ONU, era mostrar lo que puede ocurrirle a cualquier dirigente, nación, comunidad o pueblo que persista en negarse a satisfacer los intereses de Estados Unidos. En círculos empresariales y estratégicos se empezaron a discutir numerosos memorandos y propuestas sobre la crucial necesidad de una demostración semejante ya antes de la fraudulenta elección de Bush y los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.

El término intereses de Estados Unidos puede mover a confusión. No se refiere a los intereses directos de los ciudadanos estadounidenses, pobres o ricos, sino a los intereses de las mayores empresas multinacionales, a menudo dominadas por capital estadounidense, y ahora, cuando sea necesario, defendidas por sus fuerzas armadas.

Lo que han conseguido hacer Rumsfeld, Cheney, Rice, Wolfowitz, Perle y compañía desde el 11 de septiembre es acabar con todo debate sobre la legitimidad o verdadera eficacia de este amenazador despliegue de fuerza. Han utilizado el miedo desencadenado por el atentado contra las Torres Gemelas para intentar obtener el apoyo de los medios de comunicación y la opinión pública a unos ataques preventivos, decididos unilateralmente, contra cualquier blanco que califiquen de terrorista. La consecuencia es que el mercado mundial está transformando su tejido en las barras y estrellas, y la obtención de beneficios (para los pocos que pueden permitírselo) se está convirtiendo en el único derecho inalienable.

"El terrorismo es la guerra de los pobres y la guerra es el terrorismo de los ricos", observó hace poco, con concisa claridad, el dramaturgo Peter Ustinov.

También fue conciso uno de los portavoces de Rumsfeld al ser preguntado sobre el papel de los países que no se habían incorporado a la Coalición en la reconstrucción de Irak tras la guerra. "Si no se han hecho miembros del club, ¿por qué van a ir a la cena?".

Aunque la supuesta justificación para invadir Irak fue la afirmación de que seguía teniendo armas de destrucción masiva, probablemente no ha existido jamás una guerra en la que fuera tan grande la desigualdad entre la potencia de fuego de los combatientes. En un bando, vigilancia por satélite día y noche, B-52, misiles Tomahawk, bombas de racimo, proyectiles con uranio empobrecido y armas inteligentes, tan complejas que permiten hablar de la teoría (y casi el sueño) de una guerra sin contacto; en el otro, sacos de arena, ancianos que blandían las pistolas de su juventud y puñados de fedayines, vestidos con camisas rotas y zapatillas deportivas y armados con unos cuantos Kaláshnikov. La mayoría de las fuerzas de la Guardia Republicana, dotadas de armamento convencional, dejaron de existir con los bombardeos de la primera semana. La proporción de bajas entre las fuerzas iraquíes y las de la coalición puede acabar siendo, como ocurrió en la operación llamada Tormenta del Desierto, aproximadamente de 1.000 a 1.

Bagdad se tomó a los cinco días de que el Ejército de Tierra recibiera la orden de atacar. El obligado derribo de las horrorosas estatuas del dictador siguieron esa misma línea: los ciudadanos liberados no tenían más que martillos, y las tropas estadounidenses ayudaron con tanques y excavadoras.

La rapidez de la operación convenció a los periodistas dóciles -pero no a los más audaces- de que la invasión era, como se había prometido, una liberación. ¡Había quedado demostrado que la fuerza tenía la razón! Entretanto, los pobres de Bagdad, privados de todo durante 11 años de embargo, empezaron a saquear los edificios públicos vacíos. Comenzó el caos.

Volvamos a la montaña, que nos propone otra escala temporal, y observemos desde allí. Los vencedores, con su superioridad armamentística sin precedentes históricos, los vencedores que estaban destinados a ser vencedores, parecían asustados. No sólo los marines, con sus máscaras antigás, enviados a un país problemático y en medio de auténticas tormentas del desierto, sino los portavoces que hablaban lejos, en la comodidad del Pentágono, y, más que nadie, los dirigentes nacionales de la coalición, cuando hablaban en televisión o se reunían, como conspiradores, en lugares remotos.

Se dijo que muchos errores cometidos durante los primeros días de la guerra -soldados muertos por fuego propio, familias civiles hechas pedazos por disparos a bocajarro (una acción llamada "matar al vehículo")- se debían a un exceso de nerviosismo.

Cualquiera de nosotros puede quedarse aterrorizado en un momento concreto si el miedo le supera. Ahora bien, los líderes del Nuevo Orden Mundial parecen esposados con el Miedo, y los comandantes y sargentos a sus órdenes parecen haber sido adoctrinados desde arriba con un miedo similar.

¿En qué consiste este matrimonio? Día y noche, los socios del Miedo están ansiosos y preocupados por contarse a sí mismos y a sus subordinados las medias verdades apropiadas, unas medias verdades con las que confían en cambiar el mundo, de lo que es, a algo que no es. Con seis medias verdades, aproximadamente, se hace una mentira. Así que pierden el contacto con la realidad mientras siguen soñando con el poder y, por supuesto, ejerciéndolo. Tienen que absorber golpes constantemente, sin dejar de acelerar. Y la capacidad de decisión se convierte invariablemente en su instrumento para evitar que les hagan preguntas.

Como están casados con el Miedo, no pueden reconciliarse con la muerte ni encontrarle sitio. El miedo mantiene apartada a la muerte, por lo que los muertos les abandonan. Están solos en este planeta; solos como no lo está el resto del mundo. Por eso -y si se tiene en cuenta todo el poder que poseen, tanto militar como de otro tipo- son peligrosos. Terriblemente peligrosos. Y por eso no pueden sobrevivir.

En el vigesimotercer día de la guerra, el caos se disparó. El régimen se había derrumbado. No podían encontrar a Sadam Husein. Los bombardeos aéreos seguían haciendo estragos donde al general Tommy Franks le parecía conveniente. Y en tierra, en Bagdad y algunas otras ciudades liberadas, se saqueaba todo, se robaba y se descuartizaba todo, no sólo en los ministerios abandonados, sino en tiendas, casas, hoteles e incluso hospitales, a los que llegaban, sin esperanza, cada vez más heridos y moribundos. Algunos médicos de Bagdad empuñaron las armas para defender sus servicios y su material. Mientras tanto, las fuerzas que habían liberado y traumatizado a la ciudad permanecían al margen, asombradas, nerviosas y sin hacer nada.

En el Pentágono se previeron las escenas del jubiloso derribo de las estatuas y se prepararon minuciosamente para ellas, porque contenían medias verdades. Lo que no se había previsto es toda la verdad de lo que está ocurriendo en las ciudades. El secretario Rumsfeld ha dicho que el caos no es más que "desorden".

Cuando una tiranía cae derrocada, no por el pueblo sujeto a ella, sino por otra tiranía, el resultado puede ser el caos, porque a la gente le parece que se ha destruido por completo la esperanza suprema de todo orden social, y entonces se adueña de ellos el impulso de luchar por su supervivencia personal y comienza el pillaje. Es así de sencillo y así de terrible. Pero los nuevos tiranos no tienen ni idea de cómo se comporta la gente en situaciones extremas. Su miedo les impide saberlo. Sólo conocen las medias verdades que cuentan a sus clientes.

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