Columna

La vuelta de Aub

Ha vuelto Max Aub a Madrid en su rico imaginario: una mirada cosmopolita y generosa que pone en pie personajes reales e inventados de un tiempo complejo y turbador. Vuelve, cien años después de haber nacido, recuperado de las modas que imponen los olvidos injustos, y entre fotografías, libros, cuadros o esculturas resplandece ahora en las salas del Círculo de Bellas Artes una vida controvertida, dura, errante, de una enorme grandeza moral. Podía haber vuelto solo, pero regresa en buena compañía. Bastaba una biografía y una mirada tan despierta como la suya, pero él siempre estuvo con los otros...

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Ha vuelto Max Aub a Madrid en su rico imaginario: una mirada cosmopolita y generosa que pone en pie personajes reales e inventados de un tiempo complejo y turbador. Vuelve, cien años después de haber nacido, recuperado de las modas que imponen los olvidos injustos, y entre fotografías, libros, cuadros o esculturas resplandece ahora en las salas del Círculo de Bellas Artes una vida controvertida, dura, errante, de una enorme grandeza moral. Podía haber vuelto solo, pero regresa en buena compañía. Bastaba una biografía y una mirada tan despierta como la suya, pero él siempre estuvo con los otros y entre los otros, implicándose en nuevas aventuras estéticas y tan lúdico para la invención como negado al juego desde su entereza ideológica. Y esta exposición lo sitúa bien: acompañado de todo lo que gustó, admiró, le apasionó o quiso; de todo lo que vio en los otros con generosidad y animó sin vanidad ni envidias. La pluralidad de sus gustos y de sus empeños lo hizo rico en amigos y en admiraciones y eso a su vez enriqueció una vida y una obra a la que las dificultades y los contratiempos lejos de mermar fuerza le dieron la viveza de una autenticidad en la que al talento literario se añaden el vigor moral y la honradez de un hombre íntegro. Él fue siempre una rareza: un español por propia voluntad, judío, nacido en París, un desarraigado que buscó arraigo aquí y en nuestra lengua y que insufló a lo nuestro su propio desarraigo; un español muy especial por haber querido serlo, y muy español.

Y si fue una rareza en la sociedad literaria, también lo fue como ciudadano por la lucidez y el coraje con que vivió una sociedad y un tiempo a los que nunca regateó esfuerzo ni compromiso. Vuelve ahora Max Aub a Madrid y aquí le recuerdo, un día de los primeros setenta, antes de que regresara para siempre a México, paseando por el Retiro, bromeando ante el busto de Galdós, y empeñado en saber qué pensábamos los jóvenes de entonces, dando por supuesto que a Franco ya le faltaba poco, y poco le faltaba, sobre lo que podía pasar en España. Yo me empeñaba en saber de Aub, en fisgonear en sus laberintos literarios, en explicarle de qué modo me lo había descubierto Pérez Minik, otro español de sus mismos mimbres, que me invitó en mis islas muy temprano a deslumbrarme con La gallina ciega. Pero no era eso lo que quería Aub, aunque accediera a mis demandas juveniles de escritor neófito; quería que habláramos de este país y de nuestro futuro inmediato. Sus ojos bien despiertos, nuevos de curiosidad tras sus gruesas lentes de miope, revelaban ansiedad ante el tiempo distinto que atisbaba y si entraba por descuido en la batalla del abuelo eludía con ironía lo que acaso tomara por desliz. Fue José Luis Cano, tan devoto suyo -"Es un beato, a mí me adora", bromeaba Aub- el que me llevó a su casa de Diego de León. Y ahora que vuelve a Madrid lo recuerdo sorprendido ante la ciudad que halló tan cambiada, tan distinta a la que describe en La calle de Valverde, una novela en la que escruta un mundo de vecinos madrileños de finales de los años veinte con la perspicacia crítica con que retrataba un tiempo. Militante socialista hasta la muerte, los socialistas en el poder le hicieron poco caso: sólo unos modestos militantes de Segorbe trabajaron por rescatarlo del olvido con una fundación de la que ahora es presidente de honor José María Aznar, el nieto de Manuel Aznar, a quien este republicano leal, arrojado al exilio y que supo de la traición, debió conocer muy bien. Una hija de Aub, Elena, en la inauguración de la exposición del Círculo, pronunció un "No a la guerra" en nombre propio. Y en su propio nombre dedicó más tiempo a condenar los ataques sufridos por las sedes y los miembros del PP que a la masacre de Irak: "Mi padre no hubiera aprobado que se llame fascistas y asesinos a personas que son demócratas y que han sido elegidas por el pueblo".

A nadie se le había ocurrido allí, que se sepa, que Max Aub, tan tolerante y pacífico, pudiera haber aprobado jamás una agresión, pero no faltó quien al oírla se preguntara por la oportunidad de hablar en nombre de un muerto, aunque fuera su padre, sobre cuestiones de ahora y sin matices. Y añadió Elena, sin que nadie le preguntara: "Yo no soy del PP". Muchos no acabaron de entender por qué. Yo, tampoco. Me niego a imaginar, por supuesto, qué habría pensado Max Aub en semejante situación.

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