Columna

Sordos

Esta manifestación ha sido un éxito: no se recuerda tanta gente desde que hace más de veinte años se protestó del asalto militar al Congreso de los Diputados. En 1981, se defendía la democracia y ahora se maldice la guerra, dos temas para discutir largo y tendido, lo sé, pero como en esta ocasión lo tenía muy claro, convoqué a mi hermano en el mismo lugar donde nos citamos entonces. Avisé luego a mi cuñado y después a mi primo, que prometió aparecer con las niñas, y en varios puntos de la glorieta de Atocha quedé con Julia y Chito, Ana y Lourdes, Víctor y Marta y José Luis y Rosa. Luis Alfredo...

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Esta manifestación ha sido un éxito: no se recuerda tanta gente desde que hace más de veinte años se protestó del asalto militar al Congreso de los Diputados. En 1981, se defendía la democracia y ahora se maldice la guerra, dos temas para discutir largo y tendido, lo sé, pero como en esta ocasión lo tenía muy claro, convoqué a mi hermano en el mismo lugar donde nos citamos entonces. Avisé luego a mi cuñado y después a mi primo, que prometió aparecer con las niñas, y en varios puntos de la glorieta de Atocha quedé con Julia y Chito, Ana y Lourdes, Víctor y Marta y José Luis y Rosa. Luis Alfredo Toledano traería la pancarta, y también se apuntó Manolo, aunque no es amigo de barullos, pero esta vez le dio el mismo rebote que a Delia, que aun recién operada, vendría desde Lavapiés.

Y pongo aparte a José Ángel, que antes de tragarse el pincho de tortilla que le bailaba entre los dedos -estábamos en la bodega de Quico y no lo olvidaré-, anunció que por responsabilidad histórica, y sin que sirviera de precedente, renunciaba a presenciar el entrenamiento del Puerta Bonita y, en el colmo del sacrificio, al del Huracán de Ascao, para unirse a nuestra causa.

Ya me olía yo que desde varias horas antes iba a estar de bote en bote el itinerario autorizado, pero la experiencia me dicta que es inútil meter prisa a mi mujer porque va por la vida con la coquetería de la tardanza, así que nada más salir del portal de casa, los de seguridad nos pusieron la cara contra la tapia del Gasómetro y a mí me metieron el dedo y a mi mujer la mano, y sólo cuando se cercioraron de que no éramos actores ni contagiábamos viruela, nos devolvieron los carnés.

Total, que cuando accedimos al sitio de referencia, ya mi hermano se había largado, harto de mi informalidad, y no había modo de averiguar dónde paraban mi cuñado, mi primo y el resto de la peña, pues resultaba imposible distinguirlos en las calzadas y aceras abarrotadas. Porque entiendo de lo que va la cosa, supuse que comenzaríamos a andar mucho después de que la vanguardia de la manifestación se pusiera en marcha, con lo que estuve coreando el no a la guerra mientras el transistor de un vecino informaba de esta impresionante coincidencia pacífica de nuestro heroico pueblo cosmopolita, antes madrileño castizo.

Callé para seguir con la imaginación la retransmisión del locutor, igual que en un partido de la Liga de las Estrellas y, quizá por la emoción derivada de asistir a una efeméride e inscribirme en los anales, agarré la cintura de mi señora con la avidez de nuestra juventud, porque aunque carece de curvas y gruñe más que besa y ronca más que habla, he hecho con ella la vida y quiero morir a su lado.

Nos señalaba el dedo de la civilización, había llegado el momento de proclamar nuestra ideología, y me sacudió ese calambre, tan parecido al que impone la muñeca del cocinero en la cazuela de bacalao, que es previo al de adelantar el pie y avanzar por la senda del progreso. En ese instante se produjo lo que contaba la radio y uno no se lo cree hasta que sucede ante sus narices, y es que los que ocupábamos la calle nos abrimos inexplicablemente por la mitad, formando el pasillo de Moisés en el mar Rojo, y por el hueco practicado desfiló, en dirección contraria a la nuestra y en coche descubierto, el presidente con su señora, saludando con la manita, y detrás, los vicepresidentes y ministros relacionados con el problema que se debatía: el de la justicia, con el derecho internacional por montera, el de las armas, el del dinero, el de la policía, la de Exteriores, la de las vacunas preventivas, y la encargada de la cultura, muy apropiadamente vestida de amarillo Molière.

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Iban lentos, embelesados en el carisma de su poderío, regodeándose en el silencio con que respondían a la pregunta de la multitud de si estaban sordos. Me figuré que se dirigían a Cuatro Vientos a tomar el avión y plantarse en el campo de batalla para ser coherentes con sus principios, pero la radio indicó que se habían refugiado en el Planetario, convertido en un fortín antinuclear y antibacterias.

Desde ahí, y a resguardo de cualquier bala perdida, la emprendieron con el infiel, o sea, contra nosotros: a la altura del Botánico nos repartieron máscaras antigás y granadas, y en Neptuno se llevaron a los mozos a los centros de adiestramiento castrense. Pese a estas bajas, seguíamos siendo muchos.

Pero, antes de que la manifestación terminara, atacaron.

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